La poesia dels teus ulls sé que no la podré escriure, cada vers que jo
trobés en el paper se'm moriria del dolor de no ser prou fidel.
Lluis Llach
Cuando termino de ver una función de la que tengo que
hacer una reseña, mi cabeza empieza a organizarse para poder transmitir a
los posibles lectores las sensaciones de lo que acabo de ver y oír. No es
algo fácil, por lo menos para mi, porque cuando amas algo con intensidad a
veces los sentimientos nublan tus comentarios y la primera labor del crítico
es alejarse lo más posible de sí mismo para poder analizar lo más
objetivamente (nunca se consigue del todo) el espectáculo contemplado. Este
“problema” se acrecienta cuando a lo que has asistido es una de esas
funciones que para ti son únicas, donde parece que se alcanza la cuadratura
del círculo, en este caso operístico. Por eso, hoy, al empezar a pensar en
cómo contar este Otello único que ofrece la Bayerische Staatsoper en su
Festival me han venido a la cabeza unos versos de Lluis Llach de una canción
que siempre me ha parecido bellísima, y que encabeza esta crónica. A mí,
como al poeta, las palabras se me mueren de no poder ser fieles a la belleza
de esta representación. Porque, sobre todo, después de haber escuchado en
menos de quince días dos veces a Anja Harteros y Kirill Petrenko, se me
acaban los epítetos, los comentarios laudatorios, las alabanzas. Me parecen
dos figuras tan grandes de la ópera actual que cualquier cosa que escriba
será reiterativa y ya escrita. Pero bueno, lo intentaré.
Otello no es
mi ópera favorita de Verdi, pero sí que es la que yo considero su obra
maestra. Sobre todo porque es Verdi por todos sus costados: el Verdi de
galeras, el Verdi maduro y el Verdi de Falstaff, ese Verdi que abre el
futuro a la ópera. En sus pentagramas oímos lo mejor del genio de Busseto:
tiene coros impactantes, no falta una tormenta (y que es, junto a las de
Peter Grimes, de las mejores de la historia), hay ese “clásico” verdiano que
es el dúo entre tenor y barítono, una canción popular convertida en una de
las arias más bellas del repertorio y un barítono que le da la vuelta, con
su maldad, con su retorcida personalidad, al clásico barítono marca del
compositor. Y todo con una música de una genialidad absoluta y con un
libreto bien estructurado (grande Boito), inspirado en Shakespeare, tan
admirado por el maestro.
Y nos encontramos con Kirill Petrenko. Y
tengo que volver a decir que para mí su trabajo como director musical es un
milagro. Uno de los títulos manejados para encabezar esta reseña era el de
“el camaleón”, pero era demasiado manida y aunque se acercaba a lo que es su
concepto de dirección, volvía a no serle “fiel”. Hay muchas cualidades que
me admiran de este director, pero quizá la más sorprendente, la más genial,
a mi parecer, es la concepción que hace de cada ópera (no conozco su faceta
sinfónica pero por lo que he podido leer a compañeros se mueve en los mismos
parámetros). Petrenko no es especialista en ningún repertorio concreto;
tampoco se diría que brilla más en Wagner que en Verdi, Strauss o Puccini
(una cuádruple corona nada despreciable). Su mirada busca el tuétano de cada
partitura, su esencia, y sobre ese estudio levanta su concepción de cada
obra, siempre distinta, siempre sorprendente y siempre novedosa y, además,
sin dejar de ser completamente fiel al compositor. n la página de Youtube
del Museo del Prado se pueden ver reportajes, muy ilustrativos, de cómo en
el departamento de restauración dan nueva vida a obras ajadas por el tiempo,
por malos retoques o por las restauraciones poco escrupulosas. El antes y el
después es asombroso y la pintura en cuestión toma nueva vida. Algo
semejante me ocurre con Petrenko, es como si las óperas que dirige pasaran
por su taller particular y salieran con otra pátina, con otra lectura que
nos suena igual y a la vez diferente, apreciando detalles en los que antes
no habíamos reparado. Por eso su dirección deslumbra: su Otello es Otello
pero espléndidamente diferente y sin caer, como quizá tienden otras lecturas
“modernas”, en el brochazo fácil y llamativo, que encienda a la crítica y
divida al público. En el caso de Petrenko en su casa del Teatro Nacional de
Baviera se le adora y siempre hay unanimidad. Los mayores vítores en los
saludos son para él y para esa asombrosa orquesta que hay en el foso que,
quizá junto a las Staastkapelle de Dresde y Berlín, es el mejor conjunto del
mundo titular de un teatro de ópera.
Kaufmann, Harteros, Finley. Un
trío de grandes voces para crear este Otello inolvidable. En una línea
segura y potente estuvo el Otello de Jonas Kaufmann, que humaniza con su
voz, con sus gestos, al celoso moro. Es una creación de un hombre sensible,
atormentado y finalmente enajenado que es una marioneta en las manos de
Yago, al que opone escasa resistencia. Vocalmente estuvo espléndido en toda
la tesitura aunque en algún momento de esos pianissimi que frecuenta más de
lo debido el sonido no fue demasiado agradable, aunque la intención del
cantante sea buena. Fabuloso en el "Esultate!" y en "Dio! mi potevi scagliar
tutti i mali", emocionando en cada frase. Anja Harteros es insuperable; para
mi ninguna cantante de la actualidad le hace sombra en el repertorio que
transita. Su Desdémona es de manual, la más canónica y verdiana de todo el
reparto y con la voz con mayor proyección. Creo que en mi vida volveré a oír
una Canción del sauce como la de Harteros, de lágrimas en los ojos. Es
espectacular como actriz y como cantante y volver a comentar su canto es
repasar las virtudes de una soprano lírico-spinto de libro como ella.
La sorpresa de esta función para mi fue el Yago de Gerald Finley. Es un
cantante que sigo hace tiempo, sobre todo en su faceta de liederista y me
sorprendió gratamente su recreación del malvado por antonomasia de las
óperas verdianas. Creó, con un derroche dramático increíble, un Yago con
rasgos del bufón Rigoletto, sobre todo cuando se dirigía a los otros
personajes. Cuando estuvo solo en el escenario salió su verdadera
personalidad: dura, vengativa, malvada. Vocalmente estuvo estratosférico
porque todo lo que su cara y sus gestos decían tenía reflejo en su voz,
llena de matices, de giros, de subidas y bajadas a lo largo de la tesitura,
donde se siente siempre seguro. Brilló, como se podía esperar, en "Credo in
un Dio crudel", sonando duro y retador pero nunca estrambótico. Lo que hizo
grande a Finley es mezclar ese timbre bellísimo que tiene con la maldad
profunda que encierra su personaje, comprendiendo perfectamente el público
como puede engañar a todos (aunque en la producción se insinúa que Desdémona
le ve venir). Buen elenco de comprimarios donde destacó la gran proyección y
el buen hacer del Cassio de Evan LeRoy Johnson, una voz de timbre ligero y
de excelente calidad y la estupenda, como es habitual, Rachael Wilson como
Emilia. También a buen nivel el coro de la Ópera de Baviera y su sección
infantil.
La producción, estrenada en esta misma temporada y que
firma Amélie Niermeyer carece, a mi parecer, de interés en cuanto a
planteamiento escénico. No identifico una idea determinada o una visión
personal del drama shakesperiano. Puedo atisbar, dada la proliferación de
espacios interiores (todo la obra tiene lugar en habitaciones palaciegas
semivacías y enormes) que se repiten como en dos planos paralelos, una
especie de historia doble (¿un sueño quizá de Desdémona?) pero que nunca
queda definida. El vestuario tampoco da más pistas más allá de que el drama
se puede dar en cualquier momento de la segunda mitad del siglo XX o incluso
de nuestros días. El gran atractivo del trabajo de Niermeyer, apoyándose en
unos dúctiles cantantes, es un movimiento de actores y coros bien elaborado,
lleno de tensión, de puro teatro, sobre todo en las intervenciones de los
tres protagonistas. Es de gran ayuda también para crear el deseado ambiente
dramático una excelente iluminación de Olaf Winter.
Una
representación, resumiendo, de esas que no se olvidan y que pocos teatros
pueden proponer. Donde los hados (esos que se llaman Petrenko, Kaufmann,
Harteros, Finley y Bayerisches Staatsorchester) se confabulan para crear
amor a la ópera y para seguir adorando al inmenso Giuseppe Verdi.
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