|
|
|
|
|
Codalario, 13 de marzo de 2018 |
Por Raúl Chamorro Mena |
|
Giordano: Andrea Chenier, Gran Teatre del Liceu, Barcelona, 9. März 2018 |
|
CRÍTICA: 'ANDREA CHÉNIER' EN EL TEATRO DEL LICEO DE BARCELONA, CON JONAS KAUFMANN, SONDRA RADVANOVSKY Y CARLOS ÁLVAREZ BAJO LA DIRECCIÓN DE PINCHAS STEINBERG
|
|
Por el escenario del Gran Teatro del Liceo de Barcelona han desfilado,
históricamente, los más grandes cantantes y no sólo los pertenecientes a la
gran cantera de voces españolas. Si nos ceñimos al papel de Andrea Chénier,
un emblema de la cuerda tenoril, hay que citar a Emilio de Marchi, Bernardo
de Muro, Nico Piccaluga, Mario Filippeschi, Richard Tucker, Plácido Domingo
y José Carreras, entre otros, como ilustres intérpretes de este personaje en
el gran coliseo de La Rambla. Por ello, no deja de sorprender el cierto
“papanatismo” con el que se ha acogido la llegada del divo actual Jonas
Kaufmann para asumir tan sólo tres funciones de la espléndida ópera de
Giordano. Por sólo dar un ejemplo, otro divo de hoy como Juan Diego Flórez
ha cantado un buen puñado de títulos (incluido el debut en un papel como
Edgardo) en el Liceo y no se han vivido estas reacciones que uno podría
entender en otros lugares, no en una gran ciudad como Barcelona y un teatro
de la tradición del Liceo, recinto en el que Kaufmann ya había cantado,
aunque no funciones de ópera. Se ha llegado a proclamar, incluida gente a la
que se supondría seriedad y documentación, que era su debut en España en
ópera escenificada. Pues no, Kaufmann cantó en 1999 y por la vía de la
sustitución, una función de “La clemenza de Tito” en el Teatro Real de
Madrid, bien es verdad que por aquel entonces era un desconocido y exhibía
una voz muy distinta. Posteriormente, en el año 2011 y ya en plena condición
de divo, ofreció una representación de Fidelio (papel de Florestán) en el
Palau de Les Arts de Valencia bajo la dirección de Zubin Mehta. El que
suscribe estuvo presente en ambas funciones, la de Madrid y la de Valencia.
Pues bien, la llegada del tenor bávaro trajo consigo las entradas más
caras de la historia del Liceo y ciertos tics de divo en el peor sentido de
la palabra. No participo en los ensayos y manifestó que los teatros
españoles no eran de primera categoría. Más allá de la escasa “diplomacia”
del tenor, seguramente esté en lo cierto… en cuanto a muchos parámetros,
pero no respecto a las voces y si no véanse los tenores que han cantado
Chénier en el Liceo. De todos modos, finalmente el público puso las cosas en
su sitio, y a pesar de la carga mediática, que la mayoría del público tiene
sus CD y DVD, y el hecho de afrontar un papel tan emblemático en una “ópera
de tenor”, un auténtico bombón de la cuerda, que cuenta con un aria por
acto, Kaufmann vió como soprano y barítono le “merendaron” la función.
Una representación, dicho sea de paso, muy disfrutable y que alcanzó un
notable nivel. Siguiendo la senda dictada por el público que con sus
ovaciones y vítores otorgó el mayor triunfo a Carlo Gérard y Maddalena de
Coigny, el que suscribe quiere resaltar, como se merece, la alegría que le
supone escuchar a un Carlos Álvarez, -a quien uno lleva viendo cantar desde
1990-, tan asentado y en plena madurez interpretativa, después de sus graves
problemas de salud, que a punto estuvieron de apartarle del canto. El
barítono malagueño ha perdido algo de brillo, esmalte y pujanza, bien es
verdad, pero qué importa si ha ganado tantísimo en cuanto a matización y
expresividad, cualidades que se suman a la nobleza de siempre, a ese empaque
y clase que nunca perderá. Carlo Gérard es el personaje más complejo
psicológicamente de la ópera, el que sufre una mayor evolución. Ha nacido
sirviente, siendo aún un niño le entregaron una librea y esa rebeldía
latente estalla por fin, se enfrenta a sus señores como símbolo y punta de
lanza de lo que viene, una revolución que acabará con ese mundo corrupto,
inconsciente, frívolo que encierra una insoportable injusticia social y al
que le queda muy poquito. Pero… el factor humano interviene, él está
profundamente enamorado desde la infancia de Maddalena, la hija de la
Condesa, su señora. Una vez se ha convertido en líder revolucionario, los
ideales quedan arrinconados por la pasión. Aprovechará su posición para
conseguir como sea ese amor obsesivo por la ahora desvalida Maddalena. Se
arrepiente e intenta salvar el poeta, pero ya no será posible. Toda esta
evolución (y variedad de estados de ánimo) estuvo impecablemente expuesta
por Carlos Álvarez, que selló su prestación con un espléndida interpretación
de esa gema que es el aria “Nemico della patria” y la escena subsiguiente
con Maddalena, en la que la función alcanzó su máximo voltaje teatral y
dramático.
Pocas veces (habría que remontarse a actuaciones de Edita
Gruberova, por ejemplo) se ha escuchado en los últimos años en el Liceo, una
ovación similar a la que recibió Álvarez después del citado aria. Aplausos
interminables y con desaforadas peticiones de bis. La soprano Sondra
Radvanovsky continúa su idilio con el Liceo, una comunión de esas que tanto
se han dado históricamente en el mundo de la ópera y concretamente también
en el gran teatro barcelonés. Cantantes de la talla de Tebaldi, Caballé,
Marton, Carreras, Cossotto, Gruberova… serían ejemplos de esa relación
recíproca, en que un cantante se siente como en casa (así lo ha manifestado
Radvanovsky una y otra vez) lo da todo en el escenario y, en reciprocidad,
recibe un cariño entregado y rotundo por parte del público Liceísta.
Realmente, uno no se cansa de subrayar el placer que supone escuchar esa voz
estereofónica, torrencial, de la Radvanovsky y esa capacidad para recogerla,
para apianar, para controlar las intensidades. Cierto es que su problemática
articulación del italiano le penaliza en un papel del repertorio llamado
verista, en que es tan importante el sentido del decir, pero eso lo compensa
con una expresión sincera y sentida como pudo comprobarse en su
interpretación de “La mamma morta” que provocó otro alboroto entre el
público y que la soprano nacida en Illinois recibió visiblemente emocionada.
Jonas Kaufmann pasó de ser un tenor alemán lírico mozartiano, a construirse
una extraña voz oscurecida, de ribetes baritonales con la que se ha
convertido en una especie de “tenor todoterreno” con una serie de virtudes y
otros muchos defectos, pero que brilla especialmente en repertorio alemán
(Florestán, Siegmund, Lohengrin…), justamente el que menos aborda.
El
repertorio italiano difícilmente admite desigualdades de emisión, sonidos
desapoyados y blancuzcos, notas guturales y retrasadas así como, sobretodo,
la falta de calor, de passionalità, en definitiva, de italianità, que suele
exhibir el tenor alemán. En esta ocasión, además, pudo escucharse un timbre
empobrecido que ha perdido brillo, armónicos y sonoridad. El improvviso del
primer acto fue ejemplo de todo ello. En la franja centro-grave el timbre es
ingrato, árido, más bien áfono, algunas notas altas que el tenor colocó
ganan timbre, más que verdadero squillo, que ya prácticamente, ha
desaparecido. Su impecable factura musical y un fraseo compuesto, pero falto
de calidez y ardor remataron la traducción de este monólogo por el que el
alemán recibió su mayor ovación de la noche. En el sublime dúo del segundo
acto encontramos un ataque marca de la casa en “Ora soave sublime ora
d’amor”, un sonido fijo y blanquecino que terminó quebrándose en esta
ocasión. Tras el descanso, Kaufmann fue un poco a más, aunque un aria tan
“de loggione” como “Si fui soldato” no pasó de discreta, obteniendo un
aplauso de cortesía. Es muy difícil triunfar plenamente en Chénier sin
dominar mínimamente el canto concitato (encendido, impulsivo) y con una voz
no ya sin color Mediterráneo, hoy día ya directamente sin color. En “Come un
bel dì di maggio” del último acto, el tenor muniqués exhibió su generoso
fiato en largas frases atacadas en pretendida media voz (siempre apreciable
intención), aunque con escaso apoyo y timbre, lo que contribuyó al eterno
debate sobre las diferencias entre cantar piano y a media voz y “cantar
bajito”. En el flamígero dúo final se mostró entregado y plantó cara al
oceánico caudal de la soprano, pero tuvo que sucumbir ante el torrente vocal
“sepultatenores” de Radvanovsky, a la que debieron oír hasta en la playa de
la Barceloneta.
Giordano nos plantea un amor profundo y
apasionado,cuya plasmación terrenal convierte en imposible la situación
histórica, por lo que sólo podrá cristalizar en el más allá. Pero a
diferencia de Wagner, esto está expresado de forma directa, a la italiana,
con pasión y melodismo de altos vuelos, no de forma conceptual y filosófica
a la alemana. Y eso debe tenerse en cuenta por los intérpretes.
Pinchas Steinberg estuvo a la altura de lo buen director que es, sacó el
mejor rendimiento posible a la orquesta y se mostró atento a los cantantes
en una labor con buenos detalles. Si bien, la tensión fue un tanto alterna,
con momentos de buen pulso y otros en los que faltó algo de fuego.
Como ya subrayó el que suscribe con ocasión de la crítica del Chénier que
abrió temporada en el Teatro alla Scala, tanto el compositor como el
libretista acotaron de manera tan minuciosa el marco histórico de esta
ópera, que hay poco margen para alterarlo. De este modo, la producción de
David MacVicar respeta ese ámbito histórico, fundamental en la historia, con
una escenografía muy vistosa de Robert Jones, aunque respecto a una
producción en la misma línea como fue la de Mario Martone en La Scala, esta
de MacVicar me pareció menos interesante en cuanto movimiento escénico y
caracterización de personajes. De todos modos, hay que volver a insistir,
cuando hay cantantes de nivel sobre el escenario, nada podría ser peor que
lo estropease algún montaje de estos de “dramaturgias” paralelas y extrañas
ocurrencias pergeñadas desde la prepotencia y la pedantería.
Afortunadamente, esto no ocurrió.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|