Para Claus Guth, la cárcel de Fidelio es un salón desprovisto de decorados,
según él una metáfora visual del concepto de “salón del subconsciente”
(Salon des Umbewussten) freudiano. En este salón los personajes se enfrentan
con sus ansias de libertad y sus temores y represiones. Todos ellos tienen
su cárcel interna y sus afanes de libertad. Dentro del salón el regisseur
pone un elemento abstracto: un cubo negro que sube, baja y gira sobre sí
mismo. ¿Tal vez una imagen de la represión que contrasta con las paredes
claras del salón y el blanco de esos prisioneros vestidos de blanco que
durante su famoso coro se mueven como fantasmas? En el cuadro final, el cubo
ha sido reemplazado por una gigantesca lucerna con caireles de vidrio que
reflejan una luz multicolor en las paredes. Esta vez nuestro regisseur
psicoanalista decide que el coro permanezca invisible, presumiblemente
ubicado detrás de las paredes. Pero cada vez que se lo oye, un Florestán
semialienado parece enloquecer hasta el punto del espasmo. Como ocurre en la
realidad con muchos prisioneros, la luz y la libertad súbita son
insoportables mortales para la psique. Y en este caso también para el
cuerpo: sobre el final, Florestán se acerca tambaleante para besar la mano
de Don Fernando antes de caer muerto. La lucerna se apaga abruptamente para
ser reemplazada por una luz rojiza. El efecto plástico visual de esta nueva
producción es maravilloso en su juego de luces y sombras.
Dramáticamente hablando se trata de un ejercicio de pretenciosa pedantería.
A pesar de las elaboradas instrucciones para el movimiento de personas (que
incluye un alter ego danzante para Pizarro y otro para Leonore que le
discute a esta con señas de alfabeto para sordomudos) ninguno de los
caracteres logra trascender su condición de marionetas de un director
escénico dispuesto a sacrificar vitalidad dramática en aras de ideas tan
rebuscadas como teatralmente ininteligibles. Esta es una de esas puestas que
carecen de sentido a menos que leamos primero lo que quisieron decir sus
responsables. En este salón de contornos imprecisos, con los diálogos
totalmente suprimidos y sin una narrativa coherente, todo es artificial y
aparatoso. Ni los prisioneros de blanco esbirros de Pizarro (de negro)
logran ubicarse con coherencia en este defectuosamente desarrollado teorema
de psicologías individuales desconectadas entre ellas. Y aquí hubo un error
descomunal, a saber el mostrar conflictos individuales intensos sin
corresponderlos con similar intensidad de interacción entre personajes. Cada
uno de ellos se deshizo en esfuerzos de exagerada y banal pantomima para
tratar de transmitir su propia neurosis, sin construir una trama dramática
general capaz de relacionarlos con la narrativa insinuada por el texto o la
música. Con lo cual las mismas neurosis perdieron sentido teatral.
La
antítesis vital de esta producción escénica vacua fue una Filarmónica de
Viena que bajo la dirección de Franz Welsel-Most logró el mejor aplauso de
la noche con su Obertura Leonore III. Bien merecido, por la virtuosa
espontaneidad del dialogo de los instrumentos de viento y la diferenciación
de contrapuntos entre los diferentes grupos de cuerdas. Similarmente
virtuoso fue el desarrollo de sforzandi y crescendi. Durante toda la función
no hubo un instrumento que dejara de oírse con redondez e intensidad a lo
largo de tiempos mas bien rápidos pero lo suficientemente aireados como para
permitir una exposición cromática de contornos precisos. El coro de los
prisioneros fue una especie de andantino, casi una cantinela, tan etérea
como el aire fresco que los anima a cantar sus esperanzas. Y en un momento
de virtuosismo casi milagroso, los cornos que acompañan el aria de Leonore
acomodaron su típico vibrato vienés a una ágil liviandad y premura rítmica.
Sobre el final, el excelente, y en esta producción invisible, coro de la
Ópera de Viena se unió en un presto vertiginoso pero virtuosamente marcado
en cada sílaba y proyectado a la sala con una intensidad arrebatadora.
Cantada por un Jonas Kaufmann invisible y apoyado contra el cubo negro
el "Gott!" inicial de Florestan salió como de la nada hasta invadir la sala,
verdaderamente un virtuosísimo crescendo del pianissimo al forte. El resto
fue menos virtuoso porque la voz de Kaufmann, siempre de atractiva densidad
y calidez, parece estar perdiendo fuerza de proyección. En este papel donde
la declamación es tan importante como la línea de canto, Kaufmann pareció
mostrar una tendencia a cantar para adentro con las consiguientes
deficiencias de proyección que ello trae implicado.
La Leonore de
Adrianne Pieczonka fue expresiva y luminosa en el registro alto pero en
algunos momentos sus dificultades para controlar el paso del registro medio
al agudo fueron demasiado evidentes. El descubrimiento vocal de la noche fue
para mí el timbre radiante, y el soberano fraseo y canto legato de la
Marzelline cantada por Olga Bezmertna. Incisivo en articulación pero algo
abierto en emisión fue el Pizarro de Tomasz Konieczny.
Hans-Peter
König redondeó un Rocco vocalmente cálido y cómodo en su dicción.
Escénicamente fue el personaje mas castigado por Guth. Al no exagerar
ninguna neurosis en particular el pobre Rocco vagó por la escena sin que el
regisseur se preocupara demasiado por perfilar sus contradictorios
claroscuros de carcelero buen padre y bondadoso pero excesivamente dispuesto
a venderse al oro y … a aceptar sin demasiada resistencia los mandatos de
una autoridad tiránica y asesina.
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