La frase se dice (la traducción es algo libre) al principio del gran
monólogo de la protagonista de la ‘ópera’ (o sea la soprano del prólogo
‘entre bambalinas’, por llamarlo de algún modo, de la segunda y definitiva
version -la de Viena- de esta admirable opera) ‘Es gibt ein Reich’. Dice
antes ‘Hier ist nichts rein!’ (‘aquí nada es puro’) y luego agrega: ‘Hier
kam alles zu allem!’(lo que figura arriba). Pero, claro, el reino del que
habla y que desea es el de la muerte; en la vida, en efecto, nada es ‘puro’.
Es lo que se cansan de decirle Arlequín en su serenata, y sobre todo
Zerbinetta, que también ya ha intentado hacérselo comprender al desesperado
compositor. Y como en el mundo hay mezcla (a quien sea gracias), Ariadna
terminará yéndose con el dios del vino en vez de morirse: ya lo sabía
Shakespeare, ‘a buen fin no hay mal principio’. Y la ópera seria (un
aburrimiento) se mezclará con la bufa (una vulgaridad), y juntas serán
maravillosas. Y algo más importante: los estúpidos seres humanos (y en
particular los de sexo masculino, bastante más estúpidos) lograrán, por un
momento, convertirse en dioses, un dios (hay que prestar más atención a la
filósofa Zerbinetta, algo más que heredera de Despina). Y el imbecil mayor,
el burgués que se cree gentilhombre y su servidor y alcahuete, por hacer una
barbaridad habrán conseguido lo contrario. Que todo esto pase sin la escena
parece absurdo. Pero justamente lo absurdo a veces se da, y es genial.
Múnich envió ‘sólo’ la parte musical, y resulta que ésta funcionó como
un todo, también porque todos se sabían sus partes y sus entradas, salidas y
acciones al dedillo, pero sobre todo porque -si se pueden hacer
observaciones- todos eran adecuados y algunos francamente ideales. Por
empezar, la orquesta y su director. Los Berliner parecen haber tenido un ojo
absolutamente clinico. Petrenko no es alto, no gesticula, o lo hace de modo
nada ‘espectacular’, pero … lo que consigue. Su Strauss fue siempre
transparente, un regalo para los cantantes, sin por esto resultar atenuado o
con pocos decibelios; no se perdió detalle, pero no nos quedamos sólo con
ello, sino que los integramos en las frases. Fue una dirección ‘humana’ de
una ópera que lo es a rabiar.
Los ‘secundarios’no lo fueron en
absoluto: una frase, pero se decía como se debía tanto en el canto como en
la expresión (musical y facial). ). Eiche fue un gran maestro de música en
todos los aspectos, Conners le cedió poco (porque canta menos) en el de
baile; los cuatro ‘bufos’ fueron magníficos (Matthew Grills en Brighella,
Dean Power en Scaramuccio, Tareq Nazmi en Truffaldino): si sobresalió Madore
es porque Arlequín no solo tiene su serenata, sino porque el muchacho es
simpatiquísimo y tiene una voz que le permite lucirse. Las tres ninfas
estuvieron muy bien, y si sobresalió la Náyade de Eri Nakamura, no hicieron
mala figura a su lado ni Okka von der Damerau (Dríade) ni Anna Virovlansky
(Eco).
Para los ‘principales’ (llamémoslos así por costumbre) todos
tenemos nuestros nombres o tipo de voz ideales. Desde mi punto de vista (que
es justamente eso) quien más se acercó es Kaufmann, pese a esos piani
destimbrados que nunca se sabe si van a convertirse en falsetes, y alguno,
justamente, en algún momento ‘delicado’ (de esa tesitura despiadada que
Strauss reservaba con tanto amor para los tenores), y se movió soberanamente
como corresponde a un dios y desordenamente, como corresponde a un divo
tenor en el prólogo. Protagonista iba a ser Harteros, pero se bajó de la
parte (no entiendo por qué, al parecer, dice que no es para ella). Wagner lo
hizo muy bien, con una voz de spinto o dramática, que me parece excesiva
para la protagonista, aunque la ayuda para esos saltos de grave a agudo,
pero no para las medias voces, y también pareció muy suelta. Más que suelta
estuvo Rae, muy bien vocalmente aunque su timbre sea poco o nada personal, y
bien resuelta escénicamente su Zerbinetta (la gran aria fue el momento de
mayor aplauso de la noche, como suele suceder). Coote es una excelente
cantante, muy musical, pero el color de la voz no parece el más adecuado, y
los extremos (agudo y grave) denotan cierto esfuerzo, compensado por la
interpretación de ese Compositor en travesti, uno de los personajes más
adorables (y probablemente inmaduros) de Strauss y Hoffmannsthal.
Un
público que había llenado el teatro (más algunos que se quedaron
lamentablemente afuera) siguió con auténtica atención y entusiasmo, en
silencio casi perfecto (parece raro tener que subrayar esto, pero más vale
hacerlo por una vez que ocurre), y se desató en ovaciones interminables, que
es lo que correspondía.
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