Apenas unos segundos de crotoreo durante su interpretación del Träume de los
Wesendonck Lieder de Wagner. Esa fue toda la interrupción que las
impertinentes cigüeñas que jalonan el auditorio de Peralada osaron
pronunciar mientras Jonas Kaufmann desgranaba su espectacular concierto. Una
verdadera exhibición de medios e inteligencia que se recordará por mucho
tiempo. Pocos tenores, y desde luego ningún otro a día de hoy, serían
capaces de ofrecer un programa compuesto por tres arias de Verdi y una de
Massenet en la primera parte y con dos páginas operísticas y dos lieder de
Wagner en la segunda. Y no hablamos de partituras cualesquiera. Ni más ni
menos que Don Carlo, Trovatore, La forza del destino, Die Walküre, Parsifal
y Wesendonck Lieder. Kaufmann atraviesa el momento de máxima madurez y
solvencia de su trayectoria y este concierto fue la perfecta suma de todas
sus virtudes.
No obstante, el tenor bávaro salió muy rígido al
escenario, transmitiendo tensión lo mismo en el gesto que en la postura.
Venía de cancelar su última Forza de Múnich tras haber cantado las dos
anteriores con una leve afección. Se percibía en su rostro, no por
casualidad, la consciencia de quien sabe que se la juega y se expone con un
programa exigente y ante un público expectante. El “Io la vidi” del Don
Carlo verdiano, seguramente el papel del de Busseto que mejor ha cantado
Kaufmann, le sirvió sobre todo para probar la voz, confirmar la colocación,
asentar la proyección y ofrecer ya algunos detalles marca de la casa, como
una respiración extraordinaria con la que hilar frase tras frase sin
despeinarse. Prosiguiendo con la sección verdiana del concierto, continuó
con una exposición sentida y bien medida del “Ah, si ben mio” de Manrico en
Il trovatore. Una página a la que sientan como un guante sus dotes de
fraseador medido e intenso, con un legato personal pero inatacable, hecho de
inflexiones constantes, coqueteando una y otra vez con la media voz. Un
verdadero trovador.
Llegó entonces la extensa página de Don Álvaro en
La forza del destino, “La vita è inferno... O tu che in seno agli angeli“.
Sin la menor duda el momento álgido de la noche. Nadie ha abordado así esta
página, no ya hoy, sino en perspectiva histórica, con ese derroche de
emisión en piano, con esa capacidad para regular y jugar con las dinámicas a
placer. Una suma perfecta de su personalidad como intérprete y de su
derroche de facultades técnicas. Memorable sin exagerar un ápice la
valoración. Kaufmann remató la primera parte del concierto con el “Oh,
souverain” de Le Cid de Massenet, una parte que nunca antes recordamos que
hubiera interpretado. Con una excelente dicción en francés, incidió de nuevo
en las virtudes ya recapituladas, destacando una vez más la firmeza de la
emisión y la seguridad en el ataque. A su interpretación caben todavía
algunos matices y acentos, pero nos quedamos sin duda con el crescendo
progresivo, acompasado con la orquesta, que supo construir en la segunda
repetición del aria, coronada con una franja aguda resuelta a placer.
La segunda parte la comenzó Kaufmann con el “Ein Schwert verhieß mir der
Vater” de Die Walküre. Una página infrecuente en los conciertos y ante la
que tiemblan no pocos de los tenores que abordan el rol de Siegmund en
escena. Curiosamente, Kaufmann dio aquí la equivoca sensación de tener menos
elaborado el fraseo, a causa de la insultante naturalidad con la que
resolvió la partitura. Con este repertorio la colocación de Kaufmann se
muestra levemente distinta, menos brillante, más dramática, con un sonido
menos luminoso arriba y con un color por lo general más baritonal que con
las páginas italianas. No olvidemos que Plácido Domingo construyo sus días
como tenor wagneriano precisamente sobre estos dos roles, muy centrales y
muy agradecidos para voces con un centro tan denso y solvente. Brillantes y
sostenidos a placer en el caso de Kaufmann sus dos “Wälse!” e intachable
desde todo punto de vista la resolución de toda la página. Hacer fácil lo
difícil de esta manera está al alcance de muy pocos. De igual modo que muy
pocos se atreverían a cerrar un concierto como este con una página tan
sobresaliente pero tan poco triunfal como el “Amfortas! Die Wunde…” de
Parsifal. Una página extensa, compleja y que no termina con una explosión
álgida sino con recogimiento. Kaufmann volvió a demostrar aquí que se había
tomado muy en serio este concierto, lejos de la tentación de ver en él una
mera gala veraniega con la que hacer caja. Kaufmann tiene por delante unos
años gloriosos si, como hasta ahora, gestiona su carrera con inteligencia. A
la vista tiene ya sus próximos debuts como Otello, como Hoffmann y como
Tannhäuser.
Entre los citados fragmentos de estas óperas de Wagner,
Kaufmann intercaló dos de los Wesendonck Lieder, Schermerzen y Träume. El
primero más matizado y contrastado que en la grabación de estas partituras
que publicase hace un tiempo en Decca. Y la segunda con un sentimiento y un
decir acariciador, trascendente, de los que son ya marca de la casa,
matizando Kaufmann en ambos fragmentos las sucesivas estrofas como el buen
liederista que es. El concierto se remató con cuatro generosas propinas, con
un Kaufmann entregado, y cansado, que ciertamente ya no daba más de sí:
“Donna non vidi mai” de la Manon Lescaut de Puccini, “Il lamento di
Federico” de L´Arlesiana de Cilea, “Gern hab´Ich die Frau´n geküsst” de la
operetta Paganini de Lehar y finalmente la popular “Dein ist mein ganzes
Herz”, también de Lehar. Una vez más, un compendio de todas sus virtudes,
con ese acento siempre variado, esa emisión rica en matices y ese timbre
comunicativo. El colofón perfecto a una noche de auténtica exhbición por
parte del tenor alemán, cuyo regreso esperamos ansiosos, el próximo 10 de
octubre en el Palau de la Música de Barcelona, con un programa dedicado al
lied.
Por su parte, la Orquesta de Cadaqués, en su días una excelente
formación, con personalidad, y hoy por lo general reducida a una orquesta de
circunstancias de irregular rendimiento, cumplió mejor de lo esperado aunque
sin derroches. Lo cierto es que hay que tener los papeles mínimamente en
regla para salir airoso de las páginas orquestales de Wagner incluidas en la
segunda parte (obertura de El holandés errante, Preludio al tercer acto de
Los maestros cantores y el preludio al acto tercero de Parsifal). Bastante
menos solvente, en todo caso, su contribución durante la primera parte, con
unos fragmentos orquestales escogidos con escasa fortuna, dicho sea de paso.
Ni la obertura de Le Cid, ni el ballet de Il Trovatore ni el preludio al
tercer acto de Carmen son piezas especialmente inspiradas para un programa
como el presentado aquí en Peralada. Jochen Rieder, un director casi
desaparecido de los fosos operísticos y con quien sin embargo Kaufmann viene
trabajando a menudo en giras de conciertos como estos, dirigió con oficio
pero sin mayor interés durante toda la velada. Buen pulso, poca personalidad
y sobre todo mucha atención al solista, que era lo fundamental de la noche.
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