Esta producción de «Manon Lescaut» era el gran espectáculo de la temporada
ya que reu-nía como pareja protagonista a las dos estrellas mediáticas del
momento, Anna Netrebko y Jonas Kaufmann, con la siempre controvertida
dirección de escena de Hans Neuenfels. Y la polémica no tardó en saltar: la
soprano rusa abandonó la producción quince días antes de la première por
falta de entendimiento con el director de escena. Neuenfels es de los que
tienen una personalidad propia y, en cierto modo, se apoyan en el escándalo
para hacer progresar sus carreras. Empezó hace treinta años en Frankfurt con
una «Aida» en la que la protagonista era una empleada de limpieza y son ya
célebres sus ratones en Bayreuth con «Lohengrin», también con Kaufmann como
protagonista, si bien el tenor nunca volvió a repetir la producción.
Netrebko fue sustituida por Kristine Opolais, la misma Manon del Covent
Garden con el tenor muniqués y a quien el Met liberó de unas «Bohème». El
acuerdo fue inteligente: Opalais sustituye a Netrebko en «Manon Lescaut» y
ésta a la otra en «Eugenio Oneguin» en el festival. Tras ver la producción
no se entiende la postura de la rusa, ya que no se la obligaba a grandes
cosas en el escenario y quizá buscó una excusa para dejar un papel que le
resulta muy dramático.
Incoherencias propias
En un escenario
con pocos elementos y que llega al vacío total en el cuarto acto, Neuenfels
realiza una profunda y espléndida dirección actoral. Des Grieux siente una
pasión enfermiza por una Manon que ha visto en la parada en la posta su
última oportunidad para huir del destino religioso que la espera, pero luego
vive muy bien con Geronte aunque eche de menos la pasión por el estudiante.
Incluso explica en carteles proyectados durante el «intermezzo» lo que
Puccini olvida de Prevost: el cómo llega la pareja a la desolación final en
el desierto. Hay, para qué ocultarlo, las incoherencias propias de este tipo
de planteamientos superintelectualizados y, así, la aparición de
arqueros-policías –lo que encaja con el texto original– pero con vestimentas
de un futuro interplanetario, o el vestuario de los coros, casi disfrazados
de ratones para considerarlos masa despersonalizada, que aportan color pero
poco más. Hubo al final mucha división de opiniones en el público. La ópera,
que concluyó con un grito de «¡Viva Puccini!» de un espectador, empezó
siendo todo menos Puccini, ya que la orquesta y el Edmondo de Dean Power no
podían estar más alejados en estilo. Éste se fue encontrando a lo largo de
la noche siempre dentro de una lectura de Alain Altinoglu muy tendente a la
extroversión sonora y en la que el mismo citado intermedio careció de todo
lirismo. Roland Bracht está demasiado mayor vocalmente para Geronte y no le
resulta fácil afinar, mientras que Markus Eiche logra una buena
caracterización vocal y escénica para Lescaut. Kristina Opalais suple con su
quehacer escénico las carencias de una voz, insegura arriba y sin los graves
que demanda el papel. Posiblemente no funcionase para nada en una grabación
de audio, pero sobre un escenario consigue que el oyente se olvide de las
notas porque transmite emoción. Fue muy ovacionada. Jonas Kaufmann se marcó
en casa un triunfo de los grandes. Lejos de días en los que abusa de los
pianos, se entregó de principio a fin y si bien engoló bastante en los
inicios con un sonido excesivamente baritonal, la voz se fue aclarando. El
primer acto puede resultarle demasiado lírico, pero cantó con delicadeza
«Tra voi belle bionde» y «Donna non vidi mai», para llegar pletórico al
«Pazzo son» del tercer acto. Ambos artistas culminaron un cuarto de
antología para lo que es el mundo lírico actual. Al final queda la duda de
si con Netrebko habría subido o bajado la intensidad dramática.
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