El centenario de Verdi ha traído a la Ópera de Baviera, como a muchos otros
teatros, una serie de nuevas puestas en escena de óperas de este compositor.
Entre ellas hallamos esta producción de El trovador, de la cual lo primero
que llama la atención son los nombres de gran prestigio que encabezan su
reparto: Paolo Carignani como director musical, Olivier Py en la dirección
escénica, y Anja Harteros y Jonas Kaufmann en los papeles protagonistas.
Como tantas otras veces (en especial cuando se asiste a la representación de
una obra de Verdi), al salir del teatro uno se pregunta si realmente era
necesario poner esta ópera en escena y además hacerlo de esta manera. La
debilidad del libreto es proverbial. La música, teniendo pasajes de gran
intensidad y de indiscutible efecto emocional, no es la mejor de Verdi y, si
los intérpretes no van con mucho cuidado, puede resultar irritantemente
banal. ¿Por qué entonces insistir en una ópera de sobras conocida y plagada
de escollos? ¿O es que sólo se pretende evitar riesgos y llenar el teatro
proponiendo al público una programación de pura rutina?
Sea como
fuere, los intérpretes de esta producción tienen un nivel musical y una
seriedad profesional suficientes para no caer en las trampas que encierra la
obra. Por el contrario, extraen de la partitura lo mejor que ésta puede
ofrecer y le otorgan una dignidad artística y una hondura que no se alcanza
todos los días.
Paolo Carignani, al frente de una orquesta
inmejorable, tiene algo que a menudo echamos de menos en otros directores
más cotizados: oficio. Partiendo de un sólido fundamento "artesano" eleva su
versión al nivel de arte. Acompaña y concierta con habilidad y consigue un
sonido limpio, homogéneo y rico en matices. Su lectura es extrovertida,
vigorosa y arrebatada cuando conviene. En consonancia con el argumento,
recurre por momentos a un cierto tremendismo, pero sin excesos y sin perder
nunca la seriedad.
Anja Harteros y Jonas Kaufmann forman una pareja
artística que, si no hay sorpresas, puede llegar a convertirse en célebre y
con razón. Pocas veces se encuentra a dos intérpretes cuyas voces, cuya
musicalidad y cuyo estilo interpretativo se avengan tan bien en escena. El
arte de Anja Harteros tiene una solidez musical que no hallamos
prácticamente en ninguna otra de las grandes sopranos del momento. Su voz,
llena, mórbida, bien redondeada, densa, por momentos levemente sombría,
envuelve al oyente, se apodera de él. Su interpretación es reflexiva, pero
no por ello menos dramática e intensa en lo emocional. Su canto parece
siempre manar de una fuente muy profunda. En todo caso, esta soprano se
halla en un magnífico momento de su carrera, en el que a la buena condición
física de su instrumento canoro se suman una madurez y una experiencia que
le permiten ahondar en sus papeles. Es verdad que en el sector más alto de
su parte se advierten sus límites y hasta algunas incomodidades. Pero no se
trata de nada que Harteros no pueda hacer olvidar con la altísima calidad
artística de su interpretación.
De Jonas Kaufmann debemos decir en
primer lugar que no es un Manrico "ortodoxo". La voz de Kaufmann no tiene ni
la luminosidad ni el spinto típicamente italianos con los que se suele
asociar a este personaje (pensemos en Pavarotti): su timbre es demasiado
oscuro y su emisión demasiado cubierta para corresponder a un intérprete
arquetípico de este papel. También su modo de abordar el personaje es poco
convencional y, como en el caso de Harteros, llama la atención su carácter
reflexivo. En los pasajes más heroicos (“Di quella pira”) Jonas Kaufmann
canta con una cierta reserva, o mejor dicho, con una gran seriedad: aquí la
pasión (¡que no falta!) es casi sesuda. La mayor intensidad afectiva y
también la mayor belleza musical las alcanza Kaufmann en los pasajes
líricos, muy interiorizados. Precisamente la seriedad de la pareja
protagonista (no hay concesiones al virtuosismo ni efectismos de ninguna
clase) y sus excelentes cualidades musicales dan a esta producción una
dimensión que raramente se alcanza en una ópera de este tipo.
Junto a
ellos Alexey Markov como Luna y Elena Manistina como Azucena demuestran ser
intérpretes de gran competencia técnica y de un muy alto nivel artístico,
capaces también ellos, de dar a sus personajes un relieve musical poco
frecuente. El resto del reparto, así como el coro, se encuentra al nivel de
las circunstancias y contribuye de modo muy eficaz a lograr una estupenda
interpretación musical.
No describiremos la puesta en escena de
Olivier Py, de la que preferiríamos no tener que decir nada, pues las
fotografías bastarán para dar al lector una idea de lo que se vio en escena.
La pregunta que cualquier espectador con un mínimo de raciocinio se plantea
es el por qué de querer descontextualizar la obra a cualquier precio y de
empeñarse en afearla todo lo posible. Es verdad que poner en escena El
trovador es una tarea poco grata, dada la falta de calidad del libreto.
Ahora bien, ¿qué sentido tiene el empeorar adrede un texto que ya de por sí
deja bastante que desear? Por otra parte, la descontextualización y el
feísmo han dejado hace mucho de ser revolucionarios y novedosos. Si hasta
hace unos cuantos lustros algunos consideraban banal el situar la obra en su
contexto e intentar hacerla parecer "bella", hoy no hay nada más rutinario,
más trivial, más convencional y menos audaz que hacer todo lo contrario.
No hace falta decir que así como cantantes y músicos fueron aclamados
con entusiasmo, el público abucheó con verdadera cólera al director de
escena y a su equipo.
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