Mundoclasico, 07/09/2012
Alfredo López-Vivié Palencia
Verdi: Messa da Requiem, Lucerne, Lucerna, 29/08/2012
La anti-ópera
Lucerna, 29/08/2012. KKL Konzertsaal. Festival de Lucerna en Verano. Anja Harteros, soprano; Elina Garanca, mezzosoprano; Jonas Kaufmann, tenor; René Pape, bajo. Coro del Teatro alla Scala (Bruno Casoni, preparador). Orchestra del Teatro alla Scala. Daniel Barenboim, director. Giuseppe Verdi: Messa da Requiem. Ocupación: 100%

Pocas veces he visto en el Festival de Lucerna tanta gente a la puerta del KKL con el cartelito de “suche Karte”. Efectivamente, todo el papel estaba vendido para el concierto de esta noche en el que se iba a interpretar una de las obras corales más queridas del público, a cargo de los conjuntos que todo el mundo considera los más apropiados para ella, con un cuarteto de solistas de los que hacen brillar el cartel, y todos ellos al mando de un director-estrella que, desde el año pasado, es ya “maestro scaligero” con todos los galones.

En principio, Verdi no es el primer nombre que viene a la mente cuando se habla de Daniel Barenboim (Buenos Aires, 1942). Sin embargo, no es un autor al que Barenboim hubiera tenido abandonado hasta el momento de iniciar sus actividades en la Scala en 2007. En particular, y por lo que concierne a este Requiem, consta una grabación de su época de titular en Chicago, y más cercanamente en su hoja de servicios puede leerse que ha paseado la obra con la orquesta y el coro de la Scala por medio mundo, desde Buenos Aires hasta Tel-Aviv.

El caso es que yo tenía bastante curiosidad por ver qué hacía Barenboim con una pieza como ésta. El hecho de que se declare ateo es una mera anécdota, equivalente a la coincidencia de ser judío y wagneriano. Me importaba más ver cómo encaja su manera de ser -Barenboim es un tipo que le canta las cuarenta al más pintado- con esa especialísima relación que tienen los italianos con las alturas -mezcla de cabreo y arrepentimiento llevados casi al paroxismo-, y que Verdi plasmó estupendamente en su Requiem.

Lo cual conduce a la eterna cuestión sobre la naturaleza de esta obra. Barenboim lo tiene claro: una cosa es que la pieza sea ruidosa -Barenboim es un director ruidoso-, y otra que esto sea una ópera. No: en su versión hay poco drama y aún menos teatro (claro que se disponen algunas trompetas en un par de rincones de la sala para el “Tuba mirum”, pero nada más lejos del apocalipsis); por el contrario, sí hay mucho diálogo de tú a tú, pero sin emociones encendidas, y a pesar de que no se escatima ni uno solo de los decibelios. Y lo que en un principio me resultó chocante, me dejó al final del concierto pensando que era la primera vez que había escuchado esta obra sin cansarme.

Puede que el mejor ejemplo de ello estuviera en el “Lacrimosa”, que Barenboim expresamente quiso que sonara cuadrado, en procesión pero sin latigazos en la espalda. Aunque ya al comienzo avisó de por dónde iban a ir los tiros, con ese “Requiem aeternam” suspirado por el coro, no con sensación de súplica, sino de reivindicación. Igualmente al final, el “Libera me” fue más un recordatorio que una petición. Por lo mismo que el “Sanctus” no sonó con alegría fervorosa, centrado en las reglas matemáticas de la fuga, y el “Rex tremendae majestatis” se dijo un poco a regañadientes.

A sus solistas les impuso la misma y estricta disciplina, y los cuatro cantaron con expresión de esfinges. La parte del bajo, no siendo fácil, tampoco es la más agradecida, y si encima no puede uno echarle una miaja de teatro al “Mors stupebit”, pues la cosa queda un tanto deslucida; tanto más cuanto que René Pape no tiene una voz especialmente oscura. Jonas Kaufmann defendió con valentía su papel –y qué instrumento tan amplio y tan cálido exhibe este hombre, incluso en el falsete-, pero también tuvo que contener la expresión en su “Ingemisco”.

Anja Harteros no tiene una voz muy grande, pero sabe proyectarla y se hace oir en medio de la marabunta del “Libera me, Domine”, aunque se guardó muy mucho de pelearse con el coro: nada de histerias. Por eso, tal vez quien me resultó más convincente fue Elina Garanca, porque el ambiente del “Liber scriptus” encaja mejor con el concepto de Barenboim, y porque derrochó su inmenso caudal vocal con elegancia (y además porque sabe pronunciar el latín limpiamente, no como sus compañeros).

De la orquesta y el coro poco hay que decir que no se sepa. Aquélla sigue sonando tan seca como siempre, y éste es un conjunto bien empastado, pero duro, bidimensional. No importa, su conocimiento de la obra les hace aquí imbatibles. Y el público, puesto en pie al final del concierto, así se lo reconoció.






 
 
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