Scherzo, Junio 2011
Rubén Amón
Jonas Kaufmann
Tenor de Tenores

El mayúsculo triunfo de Lohengrin en el templo de Bayreuth, el verano pasado, acaba de refrendarse en el Met con el papel de Siegmund (La walkyria) al abrigo de la nueva tetralogía del director canadiense Robert Lepage. Quizá es el mejor tenor que aparece en Alemania desde los tiempos de Wunderlich. Ha habido cantantes germanos de mérito y figuras sobresalientes en la familia de los heldentenoren, pero Kaufmann es una suerte de tenor insaciable. Tanto por las aptitudes teatrales como porque la versatilidad nunca ha descuidado la sensatez ni el instinto artístico. De hecho, su consagración internacional como tenor imprescindible se remonta a cinco o seis temporadas. Ha tenido paciencia. Ha perseverado en los papeles secundarios. Y ha sabido aprovechar las oportunidades. Desde la sorpresa en el Covent Garden (La Rondine) hasta su impecable Alfredo neoyorquino y su espléndido Werther de París. Unos y otros papeles sobrentienden que Kaufmann es un tenor lírico puro, aunque su competencia en Carmen y sus primeras incursiones wagnerianas implican una apertura hacia el repertorio de riesgo. Puede avanzarse, pero ya no se puede retroceder. La prueba está en que el tenor bávaro se ha propuesto explorar el catálogo verdiano – Otello se dibuja en su horizonte – y acaba de publicar un disco en Decca con sus aptitudes en el desgarro verista. Para equilibrar, el mismo sello discográfico saca a escena el memorable Fidelio que Jonas Kaufmann protagonizó el pasado verano – Festival de Lucerna – a las órdenes de Claudio Abbado. Jonas Kaufmann es un conversador ameno y divertido. No se reconoce el menor atisbo de divismo ni se percibe que las alas de Lohengrin lo hayan levantado del suelo. Lo hemos localizado en Nueva York. Y no ha sido difícil, puesto que allí lo han proclamado nuevo tenor de tenores.

¿Cómo ha sido la experiencia de Siegmund en el Met?

Extraordinaria. La afrontaba muy bien preparado. Y no me refiero solo al hecho de saberme el papel, sino a la circunstancia de haberme rodado en la Ópera de Munich y en el Festival de Bayreuth con Lohengrin. Creo que he sabido llegar a Wagner cuando mejor podía hacerlo. Aunque admito que el papel de Siegmund me sorprendió más de lo que me esperaba cuando tuve delante la partitura.

¿A qué se refiere en particular?

Me refiero especialmente al primer acto. El papel se estructura en momentos, en frases, pero no en pasajes más desarrollados. Me frustraba en cierto modo no poder explayarme, aunque luego fui adaptándome al papel y pude disfrutarlo mucho. En ese sentido, era muy interesante haber dispuesto de una producción completamente nueva. Cuando ensayas sobre la tarima y trabajas mucho un papel, existe una correlación entre el fenómeno visual, vocal y escénico, de tal manera que el papel queda más interiorizado. Era la ventaja de trabajar con Lepage y de participar en sus magníficas ideas.

Ha mencionado antes la experiencia de Bayreuth. ¿Cómo la evoca ahora? ¿Cuánto le ha supuesto a usted la colina wagneriana?

Soy un tenor alemán. Me refiero a la impresión y a la sugestión que para mí implica cantar la música de Wagner en la colina de Bayreuth. Es el lugar mágico y sagrado del repertorio, de forma que ese debut forma parte de los grandes desafíos de mi carrera, y de mi vida. También soy consciente de que el Festival se halla en una suerte de disyuntiva. Por un lado, se encuentra la tradición, el patrimonio, el peso histórico. Y por otro, existe el acontecimiento social, el ajetreo vip, la frivolización del acontecimiento. Hay que ser consciente de los dos extremos, pero sobrepasé el reto con bastante seguridad. Era como una especie de inmersión total en el wagnerismo. De hecho, Bayreuth es una pequeña ciudad donde no tienes otra cosa que hacer que cantar, ensayar y encontrarte más o menos con las mismas personas, con los mismos colegas. Quiero volver [de momento no existe un compromiso firme], pero también tengo claro que Bayreuth no es mi destino ni mi obsesión.

Wagner, de momento, sí lo parece. Anda buscándose un nuevo Tristán a quien entregar como pieza sacrificial. Y usted se resiste.

Claro que me resisto. La cuestión no es tanto si puedo o no puedo hacer el papel de Tristán de aquí a algunos años, sino cuánto podría resentirse el resto de mi carrera por el hecho de centrarme en un objetivo tan duro y comprometido. Tristán no forma parte de las expectativas que me he creado. Puedo hacer algunos pasajes en estudio, pero la ópera completa me resultaría bastante nociva.

Es la demostración de que usted ha sabido conocer sus límites. Y entiéndase este comentario en una carrera que llama la atención especialmente por la versatilidad.

Es verdad que mi voz se ha hecho más oscura. Y que me agrada esa oscuridad. No la he buscado premeditadamente. Se trata de una evolución natural. Probablemente relacionada con el desarrollo de una nueva técnica que he ido mejorando en los últimos años. La diferencia estriba en que antes cantaba más presionado. Tenía que empujar más las notas, cantaba en situación de estrés. Ahora he descubierto el placer de cantar desde la relajación. Que no solo concierne al instrumento, sino al cuerpo entero, a los músculos. Esta nueva dimensión ha beneficiado mi confianza y mi serenidad. Y me ha permitido ir creciendo en el repertorio y en la búsqueda de nuevos retos. Por decirlo de una manera más gráfica, he aprendido a cerrar puertas y a abrir otras. También he sido capaz de dejar algunas puertas entreabiertas.

¿Y cómo se traduce ese juego en el calendario?

La evolución de la que hemos hablado me ha constreñido a abandonar los papeles lírico-ligeros. Ya no puedo hacer Almaviva ni distintos roles mozartianos. Tampoco me preocupa. De hecho, me siento más identificado con un repertorio más oscuro e intenso. Sin perder la cabeza, quede claro. La experiencia de Wagner no la voy a llevar a Tannhäuser, ni por supuesto a Tristán, como tampoco quiero quemar las etapas antes de tiempo. El límite de mi carrera soy yo mismo. De momento están en la agenda mi primer Eneas (Los troyanos), el debut en el Trovatore y mis primeras experiencias en Andrea Chénier, Manon Lescaut y La fanciulla del West. No es que me obsesione aumentar el catálogo, pero sí me gusta encontrarme delante de nuevas experiencias y mantener viva la curiosidad.

Es el punto donde usted traza la diferencia entre Alfredo Kraus y Plácido Domingo.

Siempre he mencionado ambos ejemplos como símbolo de dos enfoques. Alfredo Kraus fue un cantante prodigioso. Tenía una técnica y una calidad inusuales. Supo administrarse, medirse, en una trayectoria longeva. Pero lo hizo a costa de desenvolverse en un número de papeles muy reducido. Entiendo la elección, la respeto. El problema es que yo no podría hacerlo. Acabaría conmigo la monotonía, la rutina. Perdería, y hablo de mí, la clave de la espontaneidad. Que es y ha sido y va a ser uno de los estímulos de mi vida artística. Desde este punto de vista, es normal que sienta una mayor identificación hacia la carrera de Plácido Domingo. No me estoy comparando. Ni lo trato de emular. Lo que digo es que comparto con el maestro Domingo una parecida curiosidad, cuando no voracidad, en la búsqueda de nuevos papeles y de otros horizontes. Necesito estímulos, pruebas, desafíos. No quiero encorsetarme, conformarme, resignarme. Quiero evolucionar.

¿No tiene miedo de los riesgos? Ya sabe usted cuántos cantantes y, particularmente, cuántos tenores, se han malogrado en la emulación dominguista y en la aceleración de etapas. Aunque es cierto que su caso es bien distinto.

Siempre he tenido curiosidad, pero nunca he tenido prisa. No le he exigido a mi voz más de lo que yo pienso que podría darme. He sido paciente en la elección de repertorio, pero también me he dado cuenta de que una de mis grandes cualidades es la versatilidad. Lo cual no quiere decir que afronte los papeles con ligereza ni frivolidad. Todo lo contrario. Hemos hablado antes en profundidad sobre Wagner. Pues bien, la experiencia de Wagner ha sido y es capital, pero no quiero convertirme en un especialista. Y mucho menos hacerlo a costa de otras experiencias que puedo y quiero asumir porque están en mis posibilidades, en mis medios.

Se está usted acercando sospechosamente a Otello.

Está en el horizonte, pero hay que llegar a él en el momento adecuado. Requiere demasiada energía e intensidad. Cada frase necesita un peso y una tensión. Se trata de un personaje violento, poderoso, supremo. Creo que voy a poder cantarlo en unos años, pero soy consciente de que me tengo que medir. Hoy estoy firmando los contratos para las óperas que haré en 2015 o en 2016. Y es muy difícil predecir hoy cómo va a encontrarse mi voz dentro de un lustro. No tengo más que mirar cinco años atrás para darme cuenta de las diferencias. Son las reglas que hay. Me parecen discutibles, pero no tienen arreglo. Aunque a veces me desespera especular en 2011 cómo me voy a encontrar dentro de seis años. Es una de las grandes anomalías de nuestra profesión. Me refiero al hecho de firmar contratos con tanta antelación y en relación a unas coordenadas vocales, emocionales, personales, que pueden variar bastante cuando llega el momento de cumplirlos.

Hablemos del presente entonces. Y hagámoslo de su experiencia verista. Un disco de arias “viscerales”, muchas de ellas bastante desconocidas, que usted interpreta a las órdenes de Antonio Pappano y qu ele ponen en disposición de llevar a escena las obras de Mascagni, Leoncavallo, Giordano…

He entrado en un territorio que me apasiona, que me emociona interpretar. Ocurre con el verismo una especie de sacudida. Ha hablado usted de la visceralidad. Y me parece interesante la idea, porque notas que cuando cantas el repertorio verista te implicas con todo lo que tienes. Por eso hay que mantener ciertos momentos de lucidez o de contención. Karajan hablaba de Wagner desde la idea del éxtasis controlado. Leoncavallo y Mascagni no son Wagner, pero ambos utilizan una orquesta enorme y te tientan a sobrepasar tus capacidades. Mi manera de verlo es bastante gráfica. El verismo te coloca al borde de un precipicio. Hay que asomarse. Cuanto más te asomas, más ves y más impresionante es la vista, pero nunca puedes correr el riesgo de arrojarte al vacío. Ahí está el peligro y la tentación de la música verista.

La cuestión es que usted compagina ese desgarro con la mayor sutileza, introspección del lied. Dan buena cuenta sus grabaciones de Schubert.

Trato de profundizar todo lo que puedo en los roles, extraer sus matices y colores. Encuentro una enorme satisfacción en el trabajo de exploración y de aprendizaje. Por un lado tengo facilidad para asimilar lo que estudio. Y por otro me gusta avanzar en esa paleta cromática que me ha puesto delante mi propia voz. No hay contradicción en cantar con el mismo convencimiento Payasos y La bella molinera. De hecho, el privilegio de la voz consiste precisamente en pasar por diferentes estilos, épocas, estados de ánimo. Mi voz ha ido madurando, enriqueciéndose. Nunca la he forzado ni manipulado. Para que se entienda: he seguido a mi voz, ella me ha mercado el camino.

Y resulta que en ese camino usted se entrecruza con Claudio Abbado. Y que consuman en Lucerna un Fidelio de referencia que acaba de poner en circulación la compañía Decca.

La verdad es que me siento un privilegiado. Abbado me ha reclutado para distintos proyectos. Uno de los más interesantes se produjo con la Filarmónica de Berlín, interpretando la cantata Rinaldo de Brahms, que es bastante insólita. Es un maestro excepcional porque llega a la profundidad de la música con una extraordinaria naturalidad. Por esa misma razón me interesaba mucho el proyecto de Fidelio. Lo hemos grabado y concebido en uno de esos ambientes y atmósferas que solo él es capaz de crear en torno a la música. Cuesta trabajo explicar las sensaciones que se producen cuando tienes a Abbado delante. Admiro profundamente esa musicalidad natural, hasta espontánea.

También se le ha elogiado a usted en su faceta de actor. Y no solo en Fidelio. Se diría que Kaufmann es el tenor moderno por antonomasia. Que sabe coser, que sabe cantar, y que sabe la tabla de multiplicar. ¿Hasta qué punto es hoy importante saber moverse en escena y cuánto está siendo discriminatorio elegir a las sopranos no por sus cualidades canoras sino por la longitud de las piernas?

Nuestro trabajo se ha hecho enormemente exigente. Por un lado, comparto la idea de que el cantante de ópera debe resultar convincente como actor. Me parece que la profundidad teatral beneficia la credibilidad musical y viceversa. Otra cuestión es que la ópera deba adulterarse para coincidir con las expectativas contemporáneas. Me refiero a que no considero necesario forzar la dramaturgia o transgredirla por el mero hecho de conquistar a un espectador que pretende ver en la ópera lo mismo que ya contempla en la televisión o en internet. La ópera es un acontecimiento mágico, excepcional, extraordinario. No debe trivializarse para hacerlo digerible. La cuestión de ser o no ser un buen actor está relacionada con la sensibilidad del espectador contemporáneo. Me refiero a que el predominio de la cultura audiovisual repercute en la ópera porque al público no se le puede contentar simplemente con una buena voz. El espectador tiene mucha experiencia. Ahí radica la importancia de resultar verosímiles. Pero hay que tener cuidado. Prevenirse de un peligro aún mayor que el inmovilismo escénico, o sea, la sobreactuación. Con más razón si se sobreactúa para maquillar ciertas deficiencias vocales.

¿Le sorprende a usted mismo la explosión que ha protagonizado?

En cierto modo me impresiona verme anunciado en todos los grandes teatros, en medio de los mejores proyectos. Escucho las comparaciones con Wunderlich o con Corelli. Leo los elogios, y veo que mi agenda está llena para los próximos cinco años. Lo que no he hecho es dejarme impresionar por el éxito. No he perdido la noción de la realidad ni pienso permitirme que las burbujas me distraigan. Sigo considerando fundamental el trabajo, la seriedad, el instinto. Del mismo modo que tengo en mi cabeza la expectativa de una carrera larga e intensa. Para conseguirla es necesario conservar la frescura y mantener despierto el interés. No quiero que cantar se convierta en un trabajo. El día que suceda será el final de mi trayectoria. Me gusta demasiado la ópera como para degradarla a la rutina o a una actividad convencional.

¿Y cuál ha sido el punto de inflexión? ¿En qué momento se produce el salto cualitativo en el que Kaufmann pasa de la buena reputación al número uno? Se lo pregunto porque usted debutó en Madrid hace unos años sin que nadie se hubiera percatado. Intervino en una Clemenza di Tito o en un Idomeneo, ¿no? Ahora va a regresar como máxima estrella de la Carmen que Rattle y la Filarmónica de Berlín preparan para el Real.

Yo me daba cuenta de que los teatros reaccionaban con mucho calor. Mis años en la compañía de Zurich fueron muy significativos para formarme e ir madurando. También las críticas valoraban mi trabajo con entusiasmo. Pude actuar en los grandes teatros centroeuropeos. Pero no fue hasta La Traviata del Met cuando se produjo el verdadero cambio. Nueva York dio una nueva dimensión a mi carrera. Y no hablo exactamente de mi evolución artística, sino de la repercusión. Cuando se produjo aquel éxito con la ópera de Verdi, Europa se dio cuenta de quién era Jonas Kaufmann. Lo cual no deja de ser paradójico. Es en Europa donde nació la ópera, pero ha sido en Norteamérica donde se ha producido el salto cualitativo. Ahora no tengo una fecha libre. Me reclaman y me quieren contratar, aunque soy bastante sensato en el momento de bregar con la presión. Disfruto mucho con mi trabajo.

Concluyamos la entrevista con una mención a su afinidad hacia el repertorio francés. Ha cantado Carmen y ha triunfado usted particularmente con el Werther de la Ópera de París. Una versión memorable, con Plasson en el foso y con Sophie Koch a su vera en el papel de Charlotte.

París ha sido un punto de referencia constante en mi carrera. He cantado allí La Traviata, Fidelio, Carmen, pero es verdad que el Werther ha constituido una experiencia superior a todas. Seguro que una de las claves fue la dirección de Plasson, sensible y con sentido de la teatralidad. El papel de Werther es una paleta extraordinaria, en sus matices, en sus emociones, en su oscuridad y hasta en su desgarro. Me emocionaba mucho interpretándolo. Y sé que algunos maestros sostienen que un cantante debe emocionar sin emocionarse, pero yo no me identifico con un concepto tan aséptico. Hay que controlar, pero no abusar del control. Hay que emocionarse, pero sin dejar que las emociones te atenacen. Por eso Werther es un desafío. Exige escrúpulo, fraseo, refinamiento. Y al mismo tiempo le rodea un aura trágica que se va apoderando del personaje.







 
 
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