Como dijo en 2012 antes de su debut en el Festival Castell de Peralada, uno
de sus grandes intereses es “difundir el virus de la ópera”. Hoy Jonas
Kaufmann es el tenor más deseado. Agota las localidades allí donde va, tal y
como sucedió hace unas semanas en su debut en el Palau de la Música Catalana
de Barcelona. Curioso caso el suyo: su transformación de tenor lírico-
ligero a dramático no ha sido la única en la historia de la ópera, pero sí
de las más mediáticas, mientras que desde Franco Corelli no se veía un tenor
con su prestancia física, quien además añade dotes de actor. Fanático del
Bayern Múnich, celebró el 14 de mayo el triunfo de su equipo en la
Bundesliga pocas horas antes de asumir el papel de Walther von Stolzing de
Los maestros cantores en la Bayerische Staatsoper. Un nuevo éxito que,
después del estreno y en una sala contigua al escenario, se unió a una
improvisada banda de jazz para cantar Volare, de Domenico Modugno –uno de
sus cantantes favoritos junto a los desaparecidos Dire Straits–, para seguir
con Frank Sinatra... Este mes repetirá su Walther en el Festival muniqués
(donde también será Cavaradossi) y cantará Siegmund en Baden-Baden antes de
embarcarse en su primera gira latinoamericana que apunta citas en Buenos
Aires (6 y 14 de agosto), São Paulo (10), Lima (12) y Santiago de Chile
(18).
ÓPERA ACTUAL: ¿Qué espera de su próxima gira por
Sudamérica?
JONAS KAUFMANN: Nunca he estado allí,
así es que espero esta gira con gran interés y alegría, no solo desde el
punto de vista profesional, sino en todo aspecto: quiero conocer a su gente,
la cultura, las ciudades, las áreas rurales, todo. Y tengo curiosidad por la
acústica legendaria del Teatro Colón de Buenos Aires.
Ó. A.:
¿Aparece España en el mapa de sus próximas actuaciones?
J.
K.: Espero que sí. Siempre recuerdo Valencia y el Fidelio que
hicimos allí, y tantas cosas, como el fervor del público del Festival de
Peralada. De proyectos prefi ero no hablar, porque siempre hay
conversaciones que uno no sabe si se concretarán.
Ó. A.:
¿Cuál es el gran misterio de la ópera? ¿Hay realmente comunicación entre el
artista y el público?
J. K.: Bueno, eso es esencial
en cualquier tipo de actuación en directo. No siempre es fácil de lograr, es
verdad, pero para mí esta es la motivación básica para salir a escena:
compartir una experiencia con el público, conseguir que ellos descubran la
magia de la música y el teatro.
Ó. A.: La economía y
las políticas públicas están causando serios problemas en el mundo de la
cultura y a la ópera...
J. K.: Así es. Mientras los
políticos consideren que la ópera es una especie de lujo hecho para la clase
alta o para unos pocos ricos afortunados, la crisis económica de la ópera
continuará. Pero ellos deberían darse cuenta de que para muchas personas la
ópera es tan importante como el pan de cada día. Tal vez para algunos es
como una droga, pero una droga sumamente saludable. Por supuesto, es muy
cara, requiere de mucha energía, puesto que se necesita más de cien personas
para representarla. Pero si funciona, la ópera es una gran fuente de energía
y estoy convencido de que una gran actuación incluso tiene el poder de
cambiar tu vida. Los recortes que se están haciendo en cultura deben ser
racionales; es lamentable que cuando hay dinero público en juego, siempre la
cultura esté en peligro. Es importante que los artistas demos cuenta de que
la música clásica es un valor de la vida cotidiana.
Ó. A.:
¿Qué motiva a un cantante?
J. K.: Sentir
alegría por este trabajo. Cuando esto se convierte en un ofi cio como
cualquier otro, la calidad baja; así cuesta mucho más poner toda tu energía
y transmitir ese espíritu positivo y de felicidad al público. Si se pierde
esto, el canto no vale nada. El remedio, para mí, consiste en variar los
placeres, en no mantenerse en un único repertorio ni hacer las mismas obras
demasiado seguido. Necesito renovarme y una variedad vocal y musical.
Ó. A.: Su voz –centro potente y color baritonal– tiene
similitudes con la de Vinay y Vickers. ¿Le sirvió escucharlos?
J. K.: Tan pronto me di cuenta de que lo que había estado
haciendo antes de conocer a Michael [Rhodes, su maestro de canto],
intentando imitar y manipular, evité sonar como otro. Incluso ensayaba con
mis manos sobre mis oídos para que verdaderamente la voz fuera por donde
ella quería. Es cierto que hay paralelos con Vinay y también con Domingo.
Vinay empezó como barítono y luego volvió allí, y Plácido hoy canta como
barítono. Para mí ha sido vital tener un centro. De hecho, trabajar desde
ese centro sin adelgazarlo y sin estirar hacia el agudo me sirvió mucho para
cantar Siegmund (Die Walküre), cuya tesitura se encuentra preferentemente en
el registro de barítono. Es notable lo que hizo Ramón Vinay con ese papel;
sus recursos vocales se extendían desde el bajo-barítono al Heldentenor, y
él sí que supo cómo aprovecharlo.
Ó. A.: También se
le ha comparado con Fritz Wunderlich.
J. K.:
Escuchar sus grabaciones es siempre una gran inspiración. Pero esa
intensidad de su canto, como si cada vez fuera la última, es realmente
única. Creo que un cantante jamás debería tratar de hacer lo mismo que otro.
Siempre hay que ser veraz consigo mismo. Pero debe ser increíble cautivar al
público, al menos una vez, como Wunderlich lo hacía.
Ó. A.:
Pocos han hecho un viaje como el suyo, de Monteverdi a Mahler y Strauss...
¿Ha llegado donde quería?
J. K.: Creo que la
recompensa en esto de cantar es el propio viaje. Estoy muy contento con lo
que he podido hacer y agradezco al público su acogida, pero uno no está
nunca satisfecho; siempre hay que seguir adelante. Una carrera es algo
largo, con cimas, problemas y fracasos. Espero haber alcanzado alguna
madurez artística, pero hay que saber que no todo confl uye en el mismo
período; la sabiduría y la experiencia suelen reñirse con la juventud.
Ó. A.: En el escenario, ¿le es difícil mantenerse
sereno, controlar su voz?
J. K.: Me siento muy
expuesto, especialmente en lo que concierne a las emociones. La música de
Puccini, por ejemplo, tiene tal poder, tal impacto, que hay que tener
cuidado para no entusiasmarse demasiado. A veces es difícil lograr el
equilibrio correcto. Cuando estoy en el escenario me involucro
emocionalmente hasta el punto en que ya no soy Jonas Kaufmann, sino –con
optimismo– el personaje que tengo que representar. Pero no se debe llegar al
punto de perder el control sobre el canto y la actuación. Una cosa es
segura: si dejas que tus sentimientos afloren y empiezas a llorar en el
escenario, ten por seguro que eso no va a emocionar al público. Porque es
privado, no profesional. Después de todo, no es uno el que debería llorar y
reír, sino el público. Si se pierde el control en el fi nal del tercer acto
de Manon Lescaut o durante la narración de Dick Johnson “Or son sei mesi” en
Fanciulla, puedes quedarte tirado al borde del camino. Como un camionero, el
cantante siempre tiene que mantenerse en la vía y tener mucho cuidado con
las curvas. Una vez que controlas la voz eres libre y puedes involucrarte
emocionalmente, sintiendo de verdad. Yo busco partir de cero y re-crear el
rol cada vez que subo a escena. He llegado a hacer un personaje en un
sentido muy distinto al que inicialmente pensé o al que había hecho en una
producción anterior. Me dejo guiar por la emoción y por la espontaneidad, y
así la interpretación musical resulta fresca y creíble, que es lo
importante. Así descubro cada vez la alegría de cantar. Es algo que, con
perdón, hago para mí mismo.
Ó. A.: ¿Cómo vive la
conexión con el público?
J. K.: Para mí es
primordial. El aplauso es como el pan que necesitamos. Pero no me refi ero
solo al aplauso; lo importante es sentir la presencia del público y el
vínculo que se genera durante la representación. Una platea activa convierte
una noche de ópera en algo extraordinario.
Ó. A.: El
Lied no es un género tan popular como la ópera; sin embargo, a sus recitales
la gente acude en procesión...
J. K.: Los
compositores de Lieder supieron cómo crear un clima emocional y eso produce
este efecto. Incluso si desconocemos el contexto en que esas obras fueron
escritas, el mensaje igualmente llega. Se crea un momento interior, una
atmósfera contemplativa. En nuestros días es habitual centrarse en el cuerpo
y en la mente, y se menosprecia el espíritu. En un recital de Lieder la
gente entra en conciencia de que somos algo más que un cuerpo con un
cerebro.
Ó. A.: Nada que ver con Puccini...
J. K.: Sí, porque Puccini acertó con el registro de
nuestras emociones. Sus melodías son muy modernas. El enfrentamiento entre
Tosca y Scarpia es de una tensión extraordinaria y uno siente que la melodía
tradicional ya no tiene lugar y que es la acción la que mueve todo, como si
estuviéramos en una película de James Bond. El impacto que produce Puccini
es arrebatador. La primera ópera que vi fue Madama Butterfl y, tenía seis
años. Me fascinó, pero quedé desconcertado cuando la soprano que cantaba
salió a saludar. Pensaba que de verdad estaba muerta...
Ó.
A.: ¿Cree que sirven de algo los rankings del mejor cantante o
director?
J. K.: No todo se puede reducir a quién
está primero en una encuesta, aunque por supuesto la ópera es, por decirlo
de algún modo, una suerte de deporte de alta competición. En la ópera hay
interpretaciones muy variadas sobre un mismo repertorio, y las audiencias
conectan con unas y otras. Eso es valioso.
Ó. A.:
Los cantantes en general, pero en especial los tenores, suelen despertar
pasiones. ¿Cómo se enfrenta a ello?
J. K.: Tenemos
el caso de los Tres Tenores, de Caruso, de Richard Tauber y tantos otros.
Sí, en la historia de la ópera ha sido así, pero uno debe pensar en su
trabajo y tratar de no mezclar las cosas. Se debe también a que casi todos
los personajes de amantes románticos fueron escritos para tenor. Obviamente,
los cantantes despiertan fantasías, deseo, pasión. Sucede también en la
música popular. Pero yo tengo los pies en la tierra y me considero un
profesional. Además, nada es eterno: ni la voz ni el físico.
Ó. A.: ¿Condicionan las retransmisiones en directo, cada vez más
comunes?
J. K.: Ya he dicho que a veces envidio la
era predigital. Hoy todo se graba y después se suben fragmentos a internet.
De pronto uno se encuentra con un vídeo en YouTube que dice ‘Escucha cómo
tal o cual falla en el agudo’. Y hay quienes hacen una fi esta de eso.
Ó. A.: Ha participado en producciones polémicas. ¿Es
posible un equilibrio?
J. K.: ¡Ah sí, eso tiene que
ser posible! Siempre deberíamos tratar de tener una nueva visión de una
pieza conocida y a la vez hacer justicia al compositor y a su obra. Fue el
caso de la puesta en escena de Martin Kusej de La fuerza del destino, en
Múnich, como también del montaje de Philip Stöll de Cavalleria / Pagliacci,
en el Festival de Salzburgo.
Ó. A.: ¿Un director de
escena debe tener en cuenta al público?
J. K.:
¡Totalmente! Cuando se narra una historia no es para uno mismo, sino para un
público al que hay que respetar. Tienes que pensar en cómo contarla y lograr
que se escuche con interés.
Ó. A.: ¿Cómo es su
régisseur ideal?
J. K.: El que tiene una idea clara
sobre la historia y los personajes. Pero no una idea física. Los aspectos
físicos deben ser creados por quien interpreta. Un regista que ve lo que
propongo y responde a ello. Un árbitro que mira y que va moldeando lo que
ofrecemos los cantantes.
Ó. A.: ¿Cuándo hay que a
decir “Yo no voy a hacer esto” y abandonar?
J. K.:
Eso es absolutamente personal; no se puede establecer una regla. Antes de
que decida dejar una producción, un profesional debería encontrar una
solución. Si se va, nada cambiará para mejor. Yo trato de conversar con el
regista o el director de orquesta o quienquiera que produzca el problema; y
por supuesto en una conversación privada.
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