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El País, 21 SEP 2015 |
Álex Vicente |
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Jonas Kaufmann, el tenor más deseado
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Es un referente que aúna modernidad y clasicismo, y es capaz de congregar a multitudes en sus espectáculos |
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Brilla el sol, pero la tarde resulta siniestra. Por las calles de Orange,
localidad del sur francés, no circula ni un alma. En este domingo de verano,
mientras el termómetro se acerca a los 40 grados, solo algunos niños dan
vueltas en un extraño carrusel climatizado encerrado en una veranda circular
algo angustiosa. Delante, una estatua rinde homenaje a Raimbaut de Orange,
uno de los primeros soberanos de este antiguo principado que fue anexionado
a Francia en 1713. Una calle tortuosa conduce hacia el Teatro Romano y su
espectacular frontón de un centenar de metros de altura, del que Luis XIV
diría que era “la muralla más bella del reino”.
El encuentro tiene
lugar en una pequeña oficina pegada al anfiteatro, que durante los meses
veraniegos se convierte en escenario principal de Chorégies, el festival de
ópera más antiguo de Francia, que llega a congregar a 10.000 personas por
representación. Jonas Kaufmann (Múnich, 1969) es la estrella indiscutible de
esta edición, donde vuelve a interpretar a uno de sus personajes favoritos,
el Don José de Carmen, en tres representaciones excepcionales. Dos días
después de su 46º cumpleaños, el tenor más deseado del momento llega a la
cita en un coche de alquiler. “No quiso que le pusiéramos chófer”, dice una
de las encargadas del festival. Del vehículo sale un hombre esbelto y de
porte atlético, de pelo alborotado y mirada seductora. Cuando canta, dicen
que parece demasiado alemán para ser italiano, pero también demasiado
italiano para parecer alemán. Lo mismo puede decirse de su aspecto físico.
Para sorpresa de muchos, Kaufmann se presentó a uno de los ensayos en
bermudas rosas. Hoy preferirá unos tejanos y deportivas, con resultado
similar: todo en él respira una informalidad impropia de una estrella de la
ópera. Si es un divo, lo disimula bastante bien. ¿Se hubiera presentado
Pavarotti a una cita sin un verdadero séquito y calzando deportivas? La
observación le hace soltar una carcajada ruidosa y teatral. Kaufmann
reconoce que, en muchos aspectos, no es un cantante al uso. “No soy una
persona nerviosa o problemática. Antes de salir a escena estoy tranquilo.
Otros, en cambio, pueden ser tímidos, reservados o irritables. Y, por eso,
no siempre actúan con naturalidad. En mi caso, al tener la suerte de estar
relajado, puedo permitirme ser yo mismo”, responde a modo de presentación,
con una amabilidad y disposición que no parecen, pese a todo, necesariamente
análogas a la humildad.
La noche anterior al encuentro con El País
Semanal sopló un vendaval que le impidió cantar como le hubiera gustado. La
velada acabó con vítores casi interminables, pero él no estaba convencido de
haber dado lo mejor de sí mismo. “Nunca reviso mis actuaciones, porque no lo
paso bien. Puede que sea demasiado crítico conmigo mismo, pero siempre me
pregunto: ‘¿Por qué hiciste eso pudiendo haber hecho eso otro?”, explica. Lo
dice riéndose de sí mismo, como si la tortura tampoco fuera tan dolorosa,
aunque esté claro que nos encontramos ante una figura perfeccionista. Pero
Kaufmann lo desmiente: no busca la perfección, sino “la pasión”. “Cuando
tengo que escoger mi mejor toma para un disco, siempre priorizo la emoción.
Si una toma la contiene de forma adecuada, me da igual que la afinación, el
volumen o el ritmo no sean perfectos”.
Su último proyecto resucita a
Giacomo Puccini en un disco de homenaje recién salido a la venta: Nessun
dorma (Sony Classical), que incluye una selección de arias del compositor
italiano extraídas de óperas como Tosca, La bohème, Madama Butterfly, Manon
Lescaut o Turandot. Años atrás ya hizo algo parecido con Verdi y con Wagner.
“El objetivo es el mismo. He querido rendir homenaje a Puccini y demostrar
que fue uno de los grandes, al mismo nivel que esos dos nombres, aunque no
siempre se le reconozca como tal”, afirma. Casi a la vez se ha publicado
otro disco, The Age of Puccini (Decca), que Kaufmann ha intentado
paralizar, hasta el punto de pedir a sus fans que no lo compren. “Queridos
amigos”, decía el mensaje que dejó hace unas semanas en Facebook, “no os
dejéis engañar por el nuevo lanzamiento Jonas Kaufmann. The Age of Puccini.
Este recopilatorio solo contiene tres arias de Puccini. No he sido
consultado sobre la elaboración de este disco, que se ha hecho sin mi
consentimiento ni mi aprobación”. También en eso resulta una estrella poco
convencional.
Para el tenor, es importante aprovechar su privilegiada
posición para promover una causa justa: la del canto lírico. Kaufmann cree
en una ópera abierta a todos los públicos, lo que explica el afán didáctico
de este disco, parecido al que demuestra en esos conciertos al aire libre en
los que suele participar a menudo –abominados por la ortodoxia operística
por su deficiente sonido y aparente populismo–. “Muchas veces olvidamos que,
durante mucho tiempo, la ópera fue la forma de arte más mainstream, hasta
que llegó el cine. No aspiro a volver a esa época, porque sé que es
imposible, pero sí lucho por convencer a quienes no han ido nunca”, afirma.
“Cada vez que doy un concierto me critican, pero no saben la cantidad de
gente que acude. De entre todo ese público, una parte considerable se
plantea ir a la ópera por primera vez. Así es como se gana esta partida”.
Cuando se encuentra con un neófito, Kaufmann le regala entradas para la
ópera, y luego le llama para preguntarle su opinión. “Ni una sola vez me han
respondido que se aburrieron o que les pareció un horror. Al revés, se
quedan en shock, se agitan e incluso lloran. En la ópera, las emociones
circulan en cantidades inmensas”. En ese terreno, asegura, las canciones pop
nunca ganarían un pulso con la música docta. Queda claro que Kaufmann se
opone a esos grupos que se siguen creyendo guardianes de las esencias.
“Perpetúan la idea de que la ópera tiene que seguir siendo un arte para unos
pocos. Como resultado, quienes no pertenecen a ese círculo tienen miedo de
no tener la suficiente educación, de aplaudir cuando no se debe y de hacer
el ridículo. Es una idea equivocada, pero sé que existe”, añade.
Para
Kaufmann, todo es una simple cuestión de educación. Descendiente de una
familia del este alemán que se instaló en Múnich en los sesenta, el tenor es
hijo de un comercial de seguros y de la encargada de una guardería, con los
que creció en los suburbios de la capital bávara. “Era un barrio muy
sencillo, lleno de bloques construidos en los cincuenta, estéticamente feos,
pero rodeados de muchas zonas verdes”, recuerda. “Pasé mi infancia jugando
al fútbol en la calle, lo que ahora ya no está permitido. Quienes viven allí
se han hecho mayores y alérgicos al ruido”. La familia tenía un piano en
casa. “Todos eran muy melómanos. Mi abuelo fue un gran wagneriano. Mi padre
tenía una gran colección de música clásica que sonaba durante todo el día.
Mi abuela tenía buena voz y su hermana recibió clases de canto, mientras que
mi tío fue director técnico en una ópera de provincias. Digamos que, de una
manera u otra, casi toda la familia tenía alguna conexión con la música
clásica”.
Kaufmann experimentó un ardor por la música y la cultura
desde muy pequeño. Su infancia transcurrió en teatros y recitales. El tenor
recuerda haber visto Madama Butterfly por primera vez a los seis o siete
años. “De todos los espectáculos, la ópera era el que más me gustaba. No
acudía mucho, porque era un niño muy inquieto y me costaba pasar horas
seguidas sentado. Pero cuando iba, me apasionaba. Me lo creía todo. No veía
el maquillaje corriéndose por el sudor de los cantantes”. Paradójicamente,
cuando anunció a sus padres que quería convertir esa pasión en un oficio, no
se lo tomaron bien. “Ahora les entiendo perfectamente, pero entonces me
molestó que no me apoyaran. Me dijeron que me moriría de hambre. Mi padre
insistió para que estudiara algo que me proporcionara un trabajo más
estable. Le hice caso y me matriculé en Matemáticas”, rememora. Aguantó dos
semestres: “No tardé en entender que no podía dejar de lado esta pasión”.
Antes del verano volvió a Múnich para participar, junto a la gran
soprano Anna Netrebko, en el clásico concierto de verano de la Königsplatz,
en pleno centro de la ciudad. De lejos observó a un puñado de estudiantes
jaleando desde el tejado de la Academia de Música, donde había estudiado más
de dos décadas atrás, ahorrándose el centenar de euros que costaba la
entrada. En lugar de irritarse, les dedicó unas palabras. “Me emocioné mucho
al verles. Me trasladó a mis primeras experiencias”. Tras empezar
interpretando papeles secundarios a finales de los noventa, su salto a la
fama se produjo en 2006, cuando acompañó a Angela Gheorghiu en un montaje de
La traviata del Met neoyorquino. Desde entonces, su ascenso es imparable. Y
en parte se debe a una voluntariosa metamorfosis de su voz: antes, cercana a
lo lírico; ahora, más grave y cercana a la tesitura de un barítono, ideal
para papeles dramáticos verdianos y para gran parte del repertorio
wagneriano. Forzarla hacia los tonos agudos le provocaba problemas de afonía
y una sensación constante de fingimiento. “Me esforcé mucho en cambiar mi
voz. Lo hice con la ayuda de un profesor –el coach estadounidense Michael
Rhodes– que estaba tan convencido como yo de que era la dirección adecuada
pese a que nadie estuviera de acuerdo”, sostiene. Dice que le enseñó a
cantar con su registro natural, “casi como si hablara”.
Así lo sigue
haciendo hoy. Y el camino era el correcto. El recorrido lírico quedaba en
manos del peruano Juan Diego Flórez, un tenor que ha marcado la época
presente, mientras que los papeles dramáticos son potestad de Kaufmann, el
más deseado en ese ámbito. Hoy es tenor de referencia para directores como
Daniel Barenboim, que lo admiran sobremanera para esos papeles.
Resurge de nuevo cierto resquemor respecto a ese establishment que ahora le
encumbra. “Cuando alguien dice que tengo la voz demasiado oscura para un
papel, me pongo a reír. ¿Quién decide esas cosas?”, denuncia. “Puedes decir
que tú lo prefieres, pero nunca que las cosas deben ser siempre así. Me
enorgullezco de formar parte de una joven generación que ha impulsado estos
cambios”, apostilla Kaufmann, antes de enmendarse a sí mismo. “Bueno,
supongo que yo ya casi estoy en la generación de los veteranos”. Jura que no
lo lamenta. “Eso es bueno: significa que llegan más jóvenes. Y la verdad es
que los necesitamos porque no somos suficientes”. Su evidente sex appeal
también provocó, en un primer momento, ciertas suspicacias. ¿Le dijeron
alguna vez que era demasiado guapo para hacer este trabajo? “Nunca. Pero sí
ha sido un reto que la gente entendiera que no me contrataban solo por ser
atractivo, sino por saber cantar”.
Kaufmann también denuncia la
precariedad que invade un sector que, pese a sus conocidos privilegios, no
es ajeno a los recortes. En 20 años, incluso las mayores estrellas han visto
su caché reducido por cuatro. “En los tiempos de Caruso, con una simple gira
por Estados Unidos podía comprarse una casa. No es que me queje por mí,
porque yo vivo de esto perfectamente. Lo hago por quienes cobran una
miseria, ya que yo estuve en su situación hasta no hace tanto. El futuro de
la ópera peligra por esos sueldos bajos. Si no estás seguro de poder
alimentar a tus hijos, no escoges un oficio como este, por mucha pasión que
sientas”.
Pese a sus difíciles comienzos, casi nadie se resiste hoy a
su reinado. “Es el mejor tenor del mundo”, sentencia el director de la Ópera
de París, Stéphane Lissner, uno de sus mayores valedores. “El bombo
publicitario a su alrededor está justificado. No solo es un tenor apuesto
que alcanza las notas altas, sino un músico de una extraordinaria
sensibilidad, musicalidad e inteligencia. Los tiempos de Domingo y Pavarotti
han quedado atrás. Esta es la era de Kaufmann”, añade el gran crítico
británico Rupert Christiansen. Encontrar opiniones menos entusiastas resulta
prácticamente imposible, pero también las hay. “Es difícil decir si es el
mejor, aunque sí sea uno de los más versátiles, ya que abraza casi todo el
repertorio: lo alemán, lo italiano, lo francés e incluso la opereta”, opina
Jörg Königsdorf, dramaturgo jefe de la Ópera de Berlín y antiguo crítico del
diario muniqués Süddeutsche Zeitung. “Existen dos tipos de tenores: los
que son astutos, conocen su voz y saben cómo hacerla durar durante años, y
los que se queman en poco tiempo, aunque lo hagan cantando con todo su
corazón, sin que les importe lo corta que sea su carrera y dejando algo
maravilloso detrás. Kaufmann es más bien de los primeros: alguien a quien
admirar y respetar, ya que lo hace todo extraordinariamente bien, pero cuyas
interpretaciones no provocan esa fascinación”.
Su agenda está llena
hasta los topes a tres años vista e incluye compromisos hasta 2020,
incluyendo su aparición en Madrid el próximo enero en el Teatro Real para el
comienzo de las celebraciones del segundo centenario. Durante el otoño,
Kaufmann emprenderá una gira europea por Londres, París, Bruselas, Fráncfort
y Praga, antes de seguir por su Alemania natal. “Trabajar tanto no deja
tiempo para nada más, lo que es una catástrofe”, reconoce con pesar. “En
tiempos de crisis es un lujo tener tanto trabajo y a la vez me parece
contradictorio respecto a la propia naturaleza del arte. No me voy a
sublevar, porque es algo inherente a esta profesión, pero sí intento
comprometerme menos que antes”.
Desde que una operación para quitarse
un nódulo torácico le apartó en 2011, asegura haber intentado dedicar más
tiempo a su vida privada. “Ahora estoy libre cuando mis tres hijos están de
vacaciones, lo cual admito que es totalmente nuevo. Antes tenía solo dos
semanas en verano y otras dos en invierno. Reconozco que no es suficiente.
La música me proporciona tanta energía que ni lo noto, pero cuando paro me
doy cuenta de que estoy exhausto. Quiero cambiar, porque cuanto más feliz
sea, mejor interpretaré. Si no, solo podré adentrarme en personajes
deprimidos”, sonríe. Kaufmann se separó en 2014 de la mezzosoprano Margarete
Joswig, con quien llevaba 20 años conviviendo. Poco después, la prensa del
corazón italiana le atribuyó un idilio con Madonna. “No hay ninguna foto de
nosotros juntos porque ni siquiera nos conocemos”, respondió entonces a The
Times. La prensa alemana le ha relacionado con la directora de ópera
Christiane Lutz.
Nuestro tiempo termina. Kaufmann debe marcharse para
preparar el concierto de la noche, perdiéndose por las calles de esta
extraña ciudad.
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