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El Mercurio, 5 DE MAYO DE 2018 |
POR JUAN ANTONIO MUÑOZ H. |
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¿Qué monstruo tiene adentro el Otello de Jonas Kaufmann?
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El
“Otello” (Verdi) de Jonas Kaufmann —que Sony lanza en DVD y Blu-ray el
viernes 11 de mayo— no se parece a ningún otro. En su estreno en Londres
en junio de 2017, algunos dijeron que se parecía al de Jon Vickers y
otros, al de Ramón Vinay. No es así. También hubo quienes opinaron que
Kaufmann no era Otello, mientras otros lo declararon “el Otello de la
nueva era”. Muchos gritaron hasta quedar afónicos al término de las
representaciones y otros se sintieron decepcionados. El hecho es que, ya
para aplaudir, ya para discrepar, todos querían ver el Moro de Venecia
del gran tenor alemán. Las reacciones fueron diversas, pero se constató
algo que sucede pocas veces en la ópera: Kaufmann fue capaz de hacer del
personaje algo propio, que no se parece a nada conocido y que, por lo
mismo, se vuelve incomparable.
Su Otello es, primero, mucho más
un amante y un hombre fácilmente manipulable que un héroe guerrero
feroz. Tal condición de general triunfante comienza y termina con su
“Esultate!”, pues desde entonces Jonas Kaufmann —que retoma el rol en
vivo en noviembre de este año, en Múnich— desarrolla un personaje
dubitativo hasta la debilidad, incómodo en el ejercicio del mando
político y nada a gusto entre la soldadesca. Se diría que proyecta al
moro como un sujeto que teme incluso no cumplir sexualmente con su
mujer, una idea que termina por hacer más comprensible su furia asesina
posterior, con el matrimonio ya consumado.
La famosa “gloria de
Otello” es un triunfo externo que no tiene correlato con lo que el moro
cree o siente de sí mismo, un menoscabo quizás social o de origen
—¿racial?— que le tiene quebrada la mente y el alma. No tanto así los
celos, en cambio. A eso se suma esa insistencia tan rara de que
Desdémona lo ama a él por sus desventuras y que él la ama a ella por su
piedad: en efecto, curiosos principios (shakesperianos) para basar una
relación amorosa.
La tormenta con que parte la ópera es una
extrapolación de aquello que vive el Otello de Kaufmann puertas adentro.
El éxito bélico, popular, no le alcanza a su moro para aniquilar el
monstruo que tiene adentro y que no lo deja vivir. Es sintomática —y
brillante— la idea del director de escena Keith Warner cuando hace
emerger a Otello desde el fondo de la tierra para proclamar su victoria
justo en el momento en que aparece desde arriba la figura de Desdémona,
inalcanzable: es a ella a quien él canta su victoria y no al pueblo. Le
está diciendo “Yo puedo hacerlo”, en suma.
El dúo con Desdémona
del primer acto fue magistral en la voz oscura de Kaufmann, incluido el
La en pianissimo en “Verene splende”. Su actuación fue un continuo
avance, con cumbres en la insistencia contumaz por la búsqueda del
pañuelo; en el monólogo “Dio! mi potevi scagliar”, un prodigio de fraseo
y construcción durante el cual la autoridad aristocrática del moro,
acentuada por la magnífica presencia física del tenor, se ve penetrada
por una creciente e incontrolable rabia, y en la escena del asesinato y
el posterior suicidio, donde la riqueza de su media voz y su entrega se
tradujeron en un estado de emoción que raptó a toda la sala de Covent
Garden.
Penetración psicológica y moro sin betún Estuvo bien la
soprano María Agresta, cuya voz ha crecido y que al parecer aún no puede
controlar del todo su volumen vocal para abordar las líneas más íntimas.
Su Desdémona es inocente, pero no frágil. Lamentablemente, Ludovic
Tézier canceló su debut como Yago, porque habría sido un complemento
perfecto para el complejo diseño del Otello de Kaufmann; se contó con el
barítono italiano Marco Vratogna, que es un cantante eficiente de voz
ingrata, que no alcanza a exponer las mil caras de este demonio que dice
estar constituido por el mal.
Keith Warner —que tuvo la buena
idea de no teñir con betún al protagonista— pensó el escenario como una
suerte de tenebrosa caja negra que, en cierta medida, “encarna” la
oscuridad de la mente del protagonista, con la luz entrando apenas a
través de pequeñas ventanas y colándose por murallas de arabescos
metálicos. Con virtual austeridad, Warner elaboró un cuadro de gran
penetración psicológica, acentuando los claroscuros y un mundo de
sombras donde predominan el negro, el rojo y el azul crepúsculo; el
cielo del dúo de amor del primer acto tiene una nueva oportunidad
expresiva en la bata de noche que lleva Otello en la escena del
asesinato (sugerente idea, hay que decirlo).
Con recuerdos de las
imágenes del cine de Murnau y referencias al teatro expresionista y al
mundo mental del “Othello” de Orson Welles, la puesta utiliza el blanco
solo para Desdémona y para la corte veneciana en el tercer acto. La
misma que hace su entrada en el momento más inapropiado, aplastando con
su opulencia antropológica y estatuaria —de gobierno, de clase— lo poco
que ya quedaba del vitoreado moro. Se produce entonces una suerte de
golpe de luz que enceguece a Otello de manera terminal.
Se contó
con la presencia en el podio del maestro Antonio Pappano. Desde su
tormenta inicial hasta los acordes morendo de los últimos compases, la
orquesta permitió escuchar las mil capas de esta obra maestra y cientos
de detalles en general inadvertidos —como esos contrabajos en solitario
durante el último acto—que dan cuenta de un espeso bullir de almas que
caminan hacia la condena de manera inevitable. |
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