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Opera World, 28 marzo 2016 |
Rafael Banús Irusta |
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Don Carlo, La Fanciulla del West y Manon Lescaut con Jonas Kaufmann
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Jonas
Kaufmann es el Plácido Domingo de nuestros días. Le pese a quien le
pese. Por ello es lógico -y plenamente justificable- que esté en las
mejores producciones y grabaciones de todo el mundo, como en su tiempo
lo estuvo el tenor madrileño. Y como prueban estas tres recientes
publicaciones, que corresponden a montajes en los que, en su momento,
habría estado el artista español. El repertorio de ambos es bastante
similar, más inclinado por sus orígenes hacia la ópera alemana el del
divo actual, con especial predilección por los héroes wagnerianos (que
el español ha cultivado con cautela, y en un estadio bastante avanzado
de su carrera), mientras que su antecesor encarnó con sumo gusto los de
la ópera francesa (Samson, Rodrigue en Le Cid, Vasco de Gama en
L’Africaine o incluso Enée en Les Troyens, que el alemán ib a a
incorporar en Londres pero que finalmente, con mucha inteligencia,
canceló).
En los tres papeles (el infante Don Carlo, el caballero
Des Grieux y el bandido Dick Johnson), Kaufmann hace gala de su
reconocida pasión, afrontando los personajes con una vehemencia que
podríamos considerar casi “latina”, sabiendo dar auténtica vida a cada
uno de ellos. A esto hay que añadir una prestancia física digna de un
galán cinematográfico, algo muy a tener en cuenta en los tiempos
actuales, tan preocupados por la imagen.
El Don Carlo del
Festival de Salzburgo de 2014 se ha convertido ya en una referencia. No
solamente por emplear la versión en cinco actos y la inclusión de
algunas partes habitualmente suprimidas, como el coro y el dúo de las
máscaras antes de la escena del jardín, o el ya más difundido lamento de
Felipe II tras la muerte de Posa (y que incluye el tema del “Lacrimosa”
de la Misa de Réquiem), sino por su excelente nivel musical, digno de
las mejores noches del prestigioso certamen. La labor de Antonio Pappano
al frente de la Filarmónica de Viena (y de un superlativo Coro de la
Staatsoper) es colosal, revelándose como un verdiano hasta la médula y
un extraordinario dominador tanto de las grandes masas como de los
momentos de un intimismo casi de cámara, sabiendo además guiar
admirablemente a las voces. El reparto, además, es excelente (incluso en
la presencia de “viejas glorias” como Thomas Hampson y Matti Salminen, o
Robert Lloyd como el espíritu de Carlos V). La soprano greco-germana
Anja Harteros es una Elisabetta de exquisita línea, de acentos dolientes
y recogidos. La mezzo rusa Ekaterina Semenchuk tiene todo el
temperamento volcánico para Eboli y el barítono norteamericano se va
creciendo como Posa hasta culminar en una emocionante muerte. El bajo
finlandés aún consigue aterrorizar con algunas notas e imponerse como el
monarca hispano, y su homólogo Eric Halfvarson no le va a la zaga como
Gran Inquisidor. La puesta en escena de Peter Stein no es demasiado
imaginativa, pero resulta eficaz y revela la buena mano teatral del
director alemán.
En cuanto al Don Carlo de Jonas Kaufmann, hay
que decir que encaja de manera ideal con la visión del infante de España
romántico y soñador transmitida por Friedrich Schiller (que es, en
definitiva, en la que se basa Verdi para su ópera, por mucho que se
empeñe Albert Boadella en restituir la realidad histórica y presentarnos
a un ser deforme y neurótico, dominado por los “tics” y los espasmos
nerviosos, más parecido a Rigoletto). Es una opción tal vez arbitraria,
pero mucho más creíble dramática y musicalmente, pues si no ¿cómo va a
enamorarse de él toda la corte, tanto los hombres como las mujeres?
En La Fanciulla del West de la Staatsoper, Marco Arturo Marelli ha
planteado un trepidante ‘western’ situado en nuestros días, lo cual es
totalmente creíble, y le permite numerosas asociaciones con la cultura
estadounidense actual. Así, la cabaña de Minnie parece haber sido sacada
de alguna película de los hermanos Coen como Fargo, y los mineros son
trabajadores de la América profunda. Hay un excelente movimiento de
actores, especialmente en el jugoso primer acto, con esos tipos rudos
tan bien definidos. Jonas Kaufmann está magnífico como el bandido de
buen corazón, Dick Johnson (alias “Ramerrez”), que logrará conquistar
finalmente a la intrépida mujer del título gracias a esa mezcla de
dureza y ternura, aprovechando, además, todos los momentos de efusión
lírica. La Minnie de Nina Stemme nos presenta a una mujer dura, que ha
sabido desenvolverse en un ambiente hostil y que ya no es ninguna niña
(está obviamente inspirada en la Vienna de Joan Crawford en la película
de Nicholas Ray Johnny Guitar), pero que cuando descubre el amor está
dispuesta a todo para conservarlo, como hacer trampas en el juego o
enfrentarse a todos para salvarlo cuando están a punto de ahorcarlo. En
lo vocal, además, la soprano sueca domina sin problemas la nada fácil
escritura del papel, con agudos poderosos, afilados como cuchillos. El
barítono polaco Tomasz Konieczny es un sheriff Jack Rance muy
convincente en lo teatral pero algo menos en su canto, pues su voz
resulta demasiado clara y el artista no es muy refinado. Magníficos
todos los pequeños personajes, donde se aprecia la categoría del coliseo
vienés y su cuidado hasta en el menor detalle de la compañía. En cuanto
a la dirección musical de Franz Welser-Möst, es una auténtica ‘gozada’
apreciar toda la riqueza instrumental en un conjunto de estas
características (que no olvidemos que es la Filarmónica de Viena
‘camuflada’ por motivos contactuales), pudiendo apreciar toda la
sabiduría de la madurez del maestro de Lucca y convirtiendo a la
orquesta en otra de las protagonistas absolutas de la obra.
En la
Manon Lescaut del Covent Garden, por el contrario, Antonio Pappano
explota todo el entusiasmo juvenil de un compositor ansioso por hacerse
oír (como el Verdi de sus primeros títulos), desbordante de ideas
melódicas a cual más arrebatadora. Aquí estamos en una especie de
andamio giratorio diseñado por Paul Brown también contemporáneo (¿la
ascensión y caída de la cortesana?), con una animadísima dirección de
personajes, que sirve de marco a los encuentros, realmente turbadores,
de los dos amantes. El final transcurre en una autopista, lo cual puede
expresar el terrible final de la heroína. La lituana Kristine Opolais
ofrece todas sus armas de seducción, que son muchas (desde el turbador
físico hasta unos opulentos medios canoros). Es impresionante su
transformación, desde una especie de chica “pin-up” hasta la trágica del
final, culminando en un desgarrado y lacerante “Sola, perduta,
abbandonata”, ante el arrebatado Des Grieux del tenor muniqués. El
encuentro de ambos en el segundo acto es de altísimo voltaje,
arrastrados por esa tórrida pasión que irá ‘in crescendo’ a partir de
entonces y es más fuerte que la vida misma, y que alcanzará su punto más
álgido en la escena del embarque de las prostitutas en El Havre, donde
Jonas Kaufmann -que, por cierto, parece haber nacido para encarnar a
estos personajes puccinianos- llega a su punto máximo de exaltación).
Christopher Maltman explota sus excelentes dotes histriónicas como
el vividor hermano de Manon, Lescaut; Maurizio Muraro es un sabroso
Geronte, el viejo protector de la muchacha, y Benjamin Hulett luce su
bonito timbre de tenor lírico como Edmondo, el amigo estudiante de Des
Grieux. La guapa mezzo rusa Nadezhda Karyazina canta el bello madrigal
del II acto (que el director de escena Jonathan Kent no pierde la
ocasión de convertir en una escena erótica). Sirvan ellos cuatro como
representantes del excelente elenco que rodea a la pareja, así como los
espléndidos coro y orquesta del coliseo londinense.
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