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El Mercurio |
Por Juan Antonio Muñoz H. |
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La cultura del placer en la voz de Jonas Kaufmann |
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Se trata de “L’Opéra” (Sony), un
registro completamente dedicado al repertorio francés, que seguramente se
convertirá en otro best- seller del artista. |
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No
es porque sí que este álbum comienza con la escena del joven amante
Montesco para “Roméo et Juliette” (Gounod). Incluye el recitativo
previo, que inicia con las palabras “L’amour” (El amor), y el hablante
lírico dirá luego que ese amor ha turbado todo su ser. Jonas Kaufmann
ofrece en “L’Opéra” un canto a esa profunda ligazón que siente y vive
por el repertorio francés, pero a la vez, al amor, expuesto en una
miríada de situaciones, desde la adolescencia hasta el amor de padre
(“La Juive”), pasando por la amistad (Les pêcheurs de perles”), el deseo
(“Les contes d’Hoffmann”), las dudas afectivas y la intoxicación sexual
(“Manon”), la ternura (“Mignon”), el encanto (“Le Roi d’Ys”), la
reverencia religiosa (“Le Cid”), la desilusión (“Werther” y “Carmen”),
el poder de la naturaleza (“L’africaine”), el encuentro del ideal (“La
damnation de Faust”) y enfrentado al inoportuno mandato de los dioses
(“Les troyens”).
Así como Roméo aguarda la salida del sol, el
preludio al aria resulta ser la antesala también para escuchar la voz
del gran tenor alemán: se espera el alba, en vigilia, como se espera a
Kaufmann.
Resulta increíble que el mejor intérprete actual del
repertorio galo sea un alemán. Jonas Kaufmann domina la lengua y la
forma en que ésta construye el canto. La suya no es una aplicación
aproximativa, sino de fondo, exacta, rigurosa, lo que se puede comprobar
en su larga experiencia en roles como Des Grieux, Faust (Gounod y
Berlioz), Werther y Don José, y también en sus acercamientos a la
mélodie française, con Henri Duparc haciendo todavía más intensa la
experiencia de leer a Baudelaire, a Gautier y a Leconte de Lisle.
Escuchar a Kaufmann cantando “L’invitation au voyage” o “La vie
antérieure” es acceder a un conocimiento mayor.
En “L’Opéra”, lo
que primero resulta evidente es que estamos ante un tenor en la cima de
sus facultades expresivas, articulando cada palabra con precisión,
atendiendo la forma en que las vocales asumen posiciones y colores
diversos según el vocablo que habitan. Un artista en plena conciencia de
la música que tiene por delante y que persigue un propósito
interpretativo. Vale decir, un artista que sabe cuál es su ideal y que
es capaz de alcanzarlo y concretarlo. Late en el genio de Kaufmann una
cultura que, en cierta medida, ha asumido como propia: la cultura del
placer, de la que Francia sabe tanto, y que en este álbum está aplicada
tanto al gusto intelectual por cantar estas obras —y esta poesía— como
también a lo que significa el placer, incluso físico.
Si se
escucha su “Ah lève-toi, soleil”, Roméo ciertamente no parece un
adolescente como el que se puede esperar de Alfredo Kraus o Alain Vanzo;
Kaufmann no pretende hacer olvidar el sello baritonal de su voz sino que
lo usa y expone para ahondar en la angustia del personaje, en la tensión
de la espera, en el Eros y en la convicción amorosa —letal y adulta— de
un alma dispuesta a sucumbir. Es valioso tener su versión,
independientemente de que es difícil que a estas alturas vaya a cantar
el rol completo; algo parecido sucede con el vals de Juliette que
grabara un día Maria Callas, cuando ya tenía varias “Tosca” y “Norma” en
el cuerpo. Lo mismo sucede con el dúo de “Les pêcheurs de perles”, donde
su Nadir compite con los graves del gran Ludovic Tézier como Zurga. Aquí
el poder seductor de las voces transfiere la tradición —lo esperado, lo
usual— a otro orden para que el auditor disfrute sin ambages. Seguro, en
el futuro no tendremos a Nadir-Kaufmann, pero es probable que sí a
Samson-Kaufmann o a Pelléas-Kaufmann.
Otra particularidad de este
disco es que no se llega a las arias de manera directa; todas están con
su recitativo, lo que aporta el contexto en que cada aria se resuelve.
Son momentos en los que el tenor siempre tiene algo que decir, como la
pregunta que involucra la palabra “Traduire” en “Werther”, poco antes de
que el personaje decrete que es el poeta (Ossian) el que lo interpreta
—traduce— a él. Su nueva versión de “Pourquoi me réveiller” es más
atormentada y desesperada, al límite del furor, como si el héroe de
Goethe pudiera convertirse en un ser peligroso. Amenazante como es Don
José en su obsesión: por eso aquí la primera frase es el imperativo “Je
le veux! Carmen, tu m’entendras” mientras que “La fleur que tu m’avais
jetée”, bordada por Kaufmann hasta en sus más mínimos detalles, resulta
tanto una declaración de amor como una auto revisión catártica.
Wilhelm Meister de “Mignon” (Thomas) conecta al tenor, otra vez, con un
personaje de Goethe; esto es, además, con poesía de origen alemán. Su
“Elle ne croyait pas, dans sa candeur naïve” está hecha para su línea de
canto y representa el momento de mayor ternura del álbum; el aria está
construida sobre un colorido de radiación dolorosa y lánguida, mientras
que para Mylio en “Vainement, ma bien-aimée” (“Le Roi d’Ys”, Lalo), opta
por ligereza y suavidad, precedido de un confidente “Puisqu’on ne peut
fléchir…”. Hay que escucharlo decir “Comme un concert divin ta voix m’a
penétre” (Como un concierto divino tu voz me ha penetrado) en el breve
fragmento escogido de “Les contes d’Hoffmann” (Offenbach), con el amor
necesitando y provocando la explicitación física.
Vasco de Gama
trae la asombrada contemplación del mundo natural con “Pays merveilleux…
Ô paradis” (“L’africaine”, Meyerbeer). Luego Massenet y su “Manon”
proveen dos grandes momentos para Kaufmann, esta vez junto a la
exquisita soprano Sonya Yoncheva. Tenemos a Des Grieux en la eclosión
casi virginal del inicio, con sus confesiones sinceras e ingenuas,
soñando con la casita en el fondo del bosque donde vivir el amor (“En
fermant les deux, je vois là-bas”), y luego al hombre desilusionado,
convertido en abad, que otra vez sucumbe, no sin dolor, a la seducción,
aunque grita a los cuatro vientos que por fin “(Manon) ha salido de mi
memoria y de mi corazón” (“Toi ! Vous ! N’est-ce plus ma main”). A la
gran reconquista de la mujer, Kaufmann responde cediendo a la
voluptuosidad casi con rabia. Notable.
El recitativo “Ah ! tout
est bien fini”, de “Le Cid” (Massenet), con el abandono de los sueños de
gloria del héroe, preceden ese prisma de detalles interpretativos que es
su “Ô souverain, ô juge, ô père”, la plegaria contenida de Rodrigue, un
papel que debería cantar completo alguna vez, lo mismo que el rol de
Éléazar, de “La Juive” (Halévy), de enorme potencia dramática, con este
padre (adoptivo) llorando el destino que espera a su hija Rachel.
Atención a lo que hace Kaufmann con la palabra “moi” en la última
repetición de la frase “(…) et c’est moi qui te livre au bourreau”. No
hay mejor Faust (Berlioz y de nuevo Goethe) que el tenor alemán; el
inspirado “Merci, doux crépuscule” —con el misterio del mundo natural
alumbrando el lugar, el “santuario secreto”, donde será posible el amor—
solo lo puede cantar quien domine las mayores sutilezas del canto.
Todo termina con la magnífica escena de Énée de “Les troyens”
(Berlioz), “Inutiles regrets !”, que es un tour de force en sí misma,
hecha para que Jonas Kaufmann derroche autoridad vocal y nobleza
expresiva, trazando todos los contornos del perfil de un héroe que es
amante y guerrero, y que debe ceder a los requerimientos divinos, que,
por serlo, resultan tan inhumanos como el canto exigido.
Aparte
de la soprano Sonya Yoncheva y del barítono Ludovic Tézier, lo acompaña
en esta proeza discográfica la Bayerisches Staatsorcheter, bajo la
dirección de Bertrand de Billy, actual director de la Vienna Radio
Symphony Orchestra (RSO Wien). |
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