el Nuevo Herald, octubre 21, 2016
Sebastian Spreng
 
Jonas Kaufmann, poeta de la Revolución
No están tan errados quienes dicen “Andrea Chénier es la mejor de las óperas malas”, una frase que persigue a la vapuleada pieza de Giordano, que supo gozar del éxito desde su estreno escalígero en 1896 hasta las primeras décadas del siglo XX; siendo además un baluarte del viejo Metropolitan neoyorquino con la dupla Tucker-Milanov. Con todos sus pro y contras, escenificarla hoy día necesita una justificación mayor que en aquellos tiempos, es decir, la presencia de un mega-tenor rodeado de elementos de primer nivel porque amén de cinco arias y un dúo final, Andrea Chénier puede ser un mamotreto caduco coqueteando peligrosamente con la rutina mas tediosa.

El Covent Garden londinense esperó 30 años para volver a dedicarle una nueva puesta en escena, el motivo se llama Jonas Kaufmann y la flamante realización viene a llenar un vacío importante en el catálogo digital. Lo hace con no pocos méritos. En todo sentido realza las virtudes y oculta como puede sus defectos sin meterse en propuestas y vericuetos hartantes. Debe recordarse que esta ópera ha tenido importantes puestas firmadas por Hampe, Del Mónaco y Schenk entre las mas conocidas, a la que se suma ahora David McVicar, quizá menos original o minuciosa de lo que podía esperarse de un director tan sagaz, aunque siempre magistral en el manejo del color gracias a los estupendos decorados de Robert Jones. Totalmente convencional, Chénier no es una ópera que se presta a innovaciones y el enfoque de McVicar funciona, un tanto menos en el tratamiento de los personajes secundarios que tiende a desaprovechar cameos importantes para condimentar la oferta. Si al final falta aquel efecto verista que deje al espectador con un nudo en la garganta, el trabajo del director y equipo técnico es de indiscutible categoría y estética exquisita.

En esta suerte de triángulo á la Tosca, el protagonista absoluto es el tenor. En este caso el debutante Kaufmann. A su juego lo llamaron, con su estampa byroniana traza un protagonista poco menos que ideal, capaz de evocar al poeta de la Revolución Francesa (tal como hizo con su memorable Werther) y sumarse cómodamente a la lista de ilustres Chénier encabezada por Corelli, Domingo, Carreras, Del Mónaco, Alvarez sin olvidar a grandes del pasado como Tamagno, Martinelli, Pertile y Giuseppe Borgatti que la estrenó y que como Kaufmann fue un importante tenor wagneriano. Desde el lírico Improviso en sus cuatro arias, el bávaro convence sin vuelta de hoja, alcanzando en el elegíaco Come un bel di di maggio su mejor momento. Kaufmann canta y frasea espléndidamente y en el dúo final al llamado de la guillotina su “Son Io” muestra toda su expresividad actoral en esta breve pero capital instancia.

Lo secunda Eva-Maria Westbroek (otra de las tantas jügendlich dramatisch del repertorio alemán tentada por el papel de Magdalena) en una honestísima tarea al límite de sus medios y que desluce el final del aria La mamma morta popularizada por la película Philadelphia. La lectura de la holandesa es generosa, vehemente, creíble, sin la exquisita italianitá de una Muzio, Callas, Tebaldi o Scotto, pero tan efectiva como su antecesora londinense Anna Tomowa Sintow con Domingo. Algo parecido sucede con Željko Lučić que comienza flojo, incluso algo gritado para ir ganando terreno y arrancar una justificada ovación con el Nemico della Patria. Los secundarios son de lujo, Rosalind Plowright es la condesa de Coigny, Denyce Graves la mulata Bersi y Elena Zilio la anciana Madelón.

Es un reparto que se entrega a la batuta de Antonio Pappano quien brinda una lectura apasionada y suculenta, hallando los colores y texturas que tantos dejan en tinieblas, reparando zonas de dudosa inspiración; como antes Levine, el director británico rescata cada instante de la partitura con una ejemplar devoción que contagia al elenco. En resumen, Pappano y su tenor estrella acaban por revalidar un título difícil, esquivo, con una temática que lamentablemente no pasa de moda. Recomendado.






 
 
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