El Mercurio, 1 DE OCTUBRE DE 2016
POR JUAN ANTONIO MUÑOZ H.
 
Jonas Kaufmann, el “Andrea Chénier” de nuestro tiempo
Se extraña “Andrea Chénier” (Giordano) en los teatros de ópera porque casi no hay quién pueda asumir en el rol protagónico a la altura de lo que se espera. De hecho, en estos días, lo que se espera es únicamente a Jonas Kaufmann y él tiene su agenda completa por muchos años. Por fortuna, la Bayerische Staatsoper de München programó el título para él en marzo de 2017 y ese mismo mes, en versión concierto, su poeta revolucionario cantará en el Théâtre des Champs-Élysées, de París. Chile tuvo la suerte de que Kaufmann interpretara un magnífico “Improvviso” en su exitoso recital del 18 de agosto, y
nuestro tiempo verá saciada su hambre con el lanzamiento esta semana (7 de octubre), en DVD y Blu Ray, del “Chénier” que el gran tenor alemán debutó en 2015 en Covent Garden, justo 30 años después de las recordadas funciones ahí con Plácido Domingo, Anna Tomowa-Sintow y Giorgio Zancanaro.

La lista de cantantes que han dejado huella en el rol no es muy larga —Beniamino Gigli, Mario Del Monaco, Franco Corelli, Giuseppe Di Stefano, José Carreras, Luciano Pavarotti, Plácido Domingo— y Jonas Kaufmann ya la integra. Tal como ocurrió en 2010 con Siegmund de “La Walkyria”, al momento de su estreno londinense como Chénier, parecía que había cantado el papel cien veces; lo dominaba por completo en términos vocales y dramáticos. Su poeta, inmerso en la borrascas revolucionarias francesas, fue construido desde la elegancia e interpretado como figura del Romanticismo: vehemencia (“Un dì all’azzurro spazio”), ardor viril (“Si fui soldato”) y melancolía (“Come un bel dì di Maggio”). Como siempre en él, cada palabra tiene un sentido expresivo; no hay abusos veristas —tan acentuados en el caso de algunos—, y las páginas íntimas son renovadas por el tenor a través de matices y colores nunca antes escuchados, lo que viene a recordar que Giordano es heredero de una fina tradición vocal y no solo el representante del “gran efecto”. Además, Kaufmann, actor de desbordante vuelo imaginativo, abre poco a poco las posibilidades de su personaje, dando a luz un ser vivo que se mueve primero por la arrogancia, luego por la irresponsabilidad y el atolondramiento, y más tarde por el amor y las virtudes heroicas.

Kaufmann está aquí en buena compañía. El barítono Zeljko Lucic es, en lo vocal, un sólido e imperativo Carlo Gérard, y aunque no es un artista de sutilezas, describe bien al pobre y sometido empleado que se convierte en jefe revolucionario, y al hombre que hace un perverso uso del poder para en seguida recapacitar y ceder a mejores sentimientos. La soprano Eva-Maria Westbroek (Maddalena), con un centro pleno y agudos gloriosos, usa su deslumbrante y poderoso instrumento para dar vida al verbo, a la palabra, clave en esta ópera donde los recitativos son la estructura central.

Los roles secundarios son otro logro. Un lujo asiático contar con Rosalind Plowright para el breve rol de la Condesa di Coigny, como también con la notable mezzo Elena Zilio, antigua voz de la Scala de Milán, como la “vecchia Madelon”, y con Denyce Graves, otrora procaz y famosa “Carmen”, como una exuberante y seductora Bersi.

La producción de David McVicar —sin cambios de época y lugar, de manera que no hay sorpresas desagradables— es tradicional y lujosa (el vestuario de Jenny Tiramani parece el resultado de una investigación museográfica), y pone atención en el desarrollo de los personajes, desde el último ciudadano hasta el poeta protagonista. Cada ser humano vivo sobre la escena tiene algo que comentar en términos dramáticos: el furor de la sublevación, el pavor de los niños, la entrega resignada de los acusados, la tozudez de los jueces, la felonía de los “increíbles” (los espías) y la “corrupción no espontánea” de las “maravillosas” (las prostitutas).

En el podio, al frente de esa impresionante máquina de sonido que es la orquesta de la Royal Opera House, el maestro Antonio Pappano optó por tiempos contenidos y una dirección minuciosa, detallista, logrando transmitir la pasión de esta música, y la unión que existe entre la belleza de las melodías y el alma melancólica de Chénier. El dúo del último acto es una verdadera apoteosis, aunque por momentos las voces —ambas grandes— deben luchar con el abrumador sonido proveniente del foso.






 
 
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