El Mercurio, 21 DE ABRIL DE 2012
POR JUAN ANTONIO MUÑOZ H.
 
“Adriana” de leyenda y con alta tensión sexual
 
Este estreno será la “Adriana Lecouvreur” (Francesco Cilea, 1902) de referencia. Hoy, cuando la escena lírica resulta absurda en su opción por el feísmo y la brutalidad, e invadida por el desprecio por la tradición, Covent Garden apuesta por volver a las raíces, pero con espíritu moderno. El régisseur escocés David McVicar sabe que esta
obra es teatro dentro del teatro, y por eso recrea los escenarios europeos de los siglos XVII y XVIII, de madera, con poleas e “infinitos”, que son telones de fondo. En esa enorme estructura móvil, Adriana interviene en la obra de Racine, que interpreta en el primer acto; luego se convierte en el salón donde la Princesa de Bouillon espera
a su amante; es escenario para un irónico ballet sobre el “Juicio de Paris”, y allí Adriana recita “Fedra” e invoca a Melpómene para morir en brazos de Maurizio.

En una obra “imposible” como ésta, pues el libreto de Alfredo Colautti tiene un sinfín de defectos, McVicar rescata el metateatro, haciendo que cada personaje se sienta en acción y representación a la vez. Además, sus protagonistas viven con intensidad las pasiones en disputa —se besan y tocan profusamente: la tensión sexual es una realidad— y exprimen de cada frase musical toda la efusión amorosa imaginable.

Amado título del ex presidente Jorge Alessandri, él sabía sin embargo que no vale la pena montar “Adriana” sin un cast extraordinario. Y aquí está, bajo la conducción de Mark Elder, quien rescata detalles impresionistas en la partitura y cabalga sobre su lirismo con pasmosa fluidez. La voz dulce de la soprano rumana Angela Gheorghiu
va bien con el carácter de la legendaria actriz, aunque tiene poco que ver con las de Renata Tebaldi y Magda Olivero, grandes intérpretes del rol. Gheorghiu —a quien le cuesta desprenderse de sí misma a la hora de enfrentar un personaje— sabe decir y se entrega de corazón a su parte; su italiano no es perfecto, y en los graves y en el
centro el esmalte tiende a desaparecer, pero canta muy bien, sus frases son seguras y es un agrado que resuelva todo sin efectos “a la verista”. Su Adriana no es convencional ni melodramática; de pronto es coqueta y tierna, también se amurra y parece una niña en brazos de Michonnet, pero cuando ve a Maurizio (o a Jonas Kaufmann) emerge de ella un volcán difícil de contener. Su gran momento es “Poveri fiori” más que el monólogo de “Fedra”, que resulta algo opaco, vitalizado —sin embargo— hacia el final, cuando se requiere abandonar el recitativo para empujar el canto al agudo.

Caruso fue el primer Maurizio de la historia. Tras él, importantes tenores asumieron el rol: Bergonzi, Corelli, Del Monaco, Carreras, Domingo. Y se diría que Jonas Kaufmann pone a todos en entredicho. Kaufmann es un actor sin parangón, que no actúa sólo las palabras del texto, sino la música misma, dotándola de un alma que no existe en otras interpretaciones. A la vez, prolonga en los gestos el sentido que quiere dar a una frase, de manera que el espectador se convence de que aquello que él proyecta escénicamente está en la obra. Aquí, Maurizio-Kaufmann es el objeto de deseo de dos señoras (Bouillon y Lecouvreur), y es notable cómo las provoca de manera diferente: es un impaciente joven apasionado con Adriana, y un hombre contrariado consigo mismo, al vérselas con la exigente y ansiosa Princesa que no quiere perder sus favores. Tras sus pianísimos, el timbre baritonal que sube de manera inexplicable, el lirismo de “La dolcissima effigie” y el abatimiento con que canta “L’anima ho stanca”, la sala cae
rendida.

Rotunda e implacable, la Princesa de Bouillon de Olga Borodina, con una voz que es un cañón, mientras que el barítono Alessandro Corbelli canta un entrañable Michonnet, con dominio absoluto del escenario. Una producción cuidada al máximo, con un maestro orquestal como Mark Elder, y McVicar puesto otra vez en el firmamento.


 
 
 
 






 
 
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