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Platea Magazine, 12 Diciembre 2019 |
Escrito por Alejandro Martínez |
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Korngold: Die tote Stadt, Bayerische Staatsoper, ab 18. November 2019
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"DIE TOTE STADT" DE KORNGOLD EN MÚNICH, CON PETRENKO, KAUFMANN Y PETERSEN
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Devastado como espectador, presa de una emoción intensa y rara, como
necesitando que alguien me pellizcase para salir de la perplejidad. Así me
econtraba al caer el telón de esta representación de La ciudad muerta de
Korngold en la Bayerische Staatsoper de Múnich. En estas páginas, cada vez
que escribo una crítica, intento evitar la referencia a mis propias
emociones, quizá llevado por la equívoca ilusión de que es posible sostener
argumentos sólidos y objetivables que vayan más allá de las impresiones
personales. Pero no, es inutir negarlo: la única realidad está en las
emociones y el teatro es su espacio natural. Cuando aceptamos el juego de
sentarnos en una butaca es porque asumimos que lo que suceda sobre las
tablas puede transformarnos en algún sentido, siquiera momentaneamente, por
unos instantes. Y quizá estemos tan acostumbrados a que eso no suceda que,
cuando pasa, no salimos del asombro.
Les soy franco, sin trampa ni
cartón, si les digo que me sentí desolado, contrariado y profundamente
triste a lo largo de esta representación. Es tal la intensidad que se
superpone por capas: la inquietante historia original de Georges Rodenbach
(Bruges-la-Morte, 1892), la increíble e inspirada música de Korngold, la
descollante batuta de Kirill Petrenko, la atinadísima producción de Simone
Stone y las interpretaciones de Jonas Kaufmann y Marlis Petersen. Como una
cebolla, inundándome los ojos de lágrimas conforme descubría sus capas.
Este obsesivo thriller psicológico, el mismo que daría lugar más tarde a
la cinta Vértigo de Alfred Hitchcock, pocas veces se ha visto recreado en
escena con semejante fuerza y acierto. Habría que remontarse a la icónica
producción de Willy Decker para encontrar algo semejante. La propuesta de
Simon Stone es fantástica y en contadas ocasiones puede decirse esto, de
forma tan contundente. Aunque no sea estrictamente una nueva producción para
Múnich, ya que un trabajo semejante a este pudo verse ya en 2016 en Basilea,
en aquella ocasión el propio Stone no pudo estar tan encima de su propuesta
como hubiera querido, de ahí que puedan considerarse estas funciones de
Múnich como la première genuina de su intención original.
En muy
contadas ocasiones una dirección de escena se ajusta de manera tan estrecha,
íntima e intensa a la música y al libreto de una ópera. Con escenografía de
Ralph Myers y vestuario de Mel Page, la acción se convierte en una espiral
psicológica -por fin alguien saca partido de la tan manida idea de una
escenografía giratoria-. Paul vive obsesionado con la muerte de su esposa,
víctima del cáncer. Su casa es lo más parecido a un museo cuajado de sus
recuerdos. La representación logra confundir el ensueño y la realidad de un
modo verdaderamente torturador. El personaje protagonista, contrariado y
apesadumbrado, se derrumba ante los ojos del espectador, presa de un soledad
inconsolable con la que es inevitable empatizar. Stone dirige con sutileza,
sin dejar el más mínimo detalle al azar. La producción es un genial
engranaje donde libreto y música encuentran su horma perfecta.
Jonas
Kaufmann ha soprendido a propios y a ajenos con un rol, el de Paul, que se
ajusta a sus medios como anillo al dedo. Pareciera verdaderamente que
Korngold hubiera podido pensar en él para componer esta parte: la línea
vocal, el color del timbre, la naturaleza de la emisión, todo se encamina
hacia una encarnación histórica de este complejo y torturado personaje, que
el tenor bávaro recrea con una intensaidad escénica extraordinaria.
Inaudito. Increíble. Admirable. Todo lo que se diga de su Paul se quedará
corto. Sin duda, uno de los trabajos más asombrosos de toda su carrera
profesional, precisamente ahora que no deja de ser cuestionado por quienes
parecen poner fecha a su ocaso. Este Paul es la mejor manifestación de su
espléndida madurez.
A buen seguro Marlis Petersen no posee los medios
que idealmente se requieren para cantar la parte de Marietta (es inevitable
pensar en Anja Harteros, escuchando esta obra en Múnich, pero el destino es
caprichoso). Dicho lo cual, lo que Petersen hace con su voz está lejos de
poderse poner en cuestión. Rara vez una intérprete logra una mimetización
tan íntegra y tan camaleónica con un rol, hasta un punto en el que
verdaderamente desaparece toda sensación de estar ante una mediación.
Petersen es Marietta y por sus poros transpira esa rara mezcla de
extrañamiento y familaridad, esa amalgama de lirismo y fiereza.
El
encuentro entre estos dos artistas, Kaufmann y Petersen, roza lo milagroso.
La maratón física y emocional a la que se someten mutuamente no suscita otra
cosa que asombro y agradecimiento. La variedad de acentos, la infinidad de
colores, la evolución dramática de de sus personajes... la lista de virtudes
no tendría fin. Me quedo no obstante con dos momentos: por supuesto la
canción de Marietta, donde sucede algo que no se puede expresar con
palabras, una sensación que recorre al oyente de los pies a la cabeza,
irrefrenable el llanto; y la última escena con el tenor bávaro desgranando
su extenso monólogo, en sintonía memorable con el foso, Petrenko a sus pies
y Kaufmann entregado a su servicio. Sin palabras. Excelente, por último,
como es costumbre en es teatro, el plantel de secundarios y comprimarios,
destacando sobre todo el buen hacer de las féminas: Jennifer Johnston
(Brigitta), Mirjam Mesak (Juliette) y Corinna Scheurle (Lucienne).
Como ya apuntaba, en el foso, una vez más el milagro a manos de Kirill
Petrenko y la orquesta titular de la Bayerische Staatsoper. Esta compleja
partitura se resuelve aquí con una naturalidad asombrosa, con un infinito
caudal de dinámicas, un verdadero sube y baja emocional, que arrastra
consigo al espectador, con una intensidad que no cesa. El particular
expresionismo de Korngold, cuajado de vanguardia, se formula en manos de
Petrenko como si fuese algo mágico. Y no lo digo por recurrir a un
calificativo fácil; es que se tiene verdaderamente la impresión de estar
asistiendo a un ritual, practicamente a un encantamiento.
Hacía mucho
que no sentía una emoción tan honda y tan genuina en un teatro, de esas
ocasiones que se cuentan con los dedos de una mano. La Bayerische Staatsoper
ha vuelto a obrar el milagro, bajo la astuta tutela de Nikolaus Bachler y
recurriendo a las combinaciones de éxito ya exploradas antes. Seguramente
Kaufmann no se hubiera atrevido con este rol de no tener a Petrenko en el
foso; y éste no se hubiera visto confiado en levantar esta obra de no contar
con dos actores/cantantes tan consumados como el tenor muniqués y la soprano
Marlis Petersen, con quien ya había obrado el milagro anteriormente en al
menos dos ocasiones, con Lulu y con Salome. Los milagros existen y a veces
suceden en Múnich.
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