En Adam Fischer, cuyo vínculo con Verdi no se puede negar, sorprende cómo es
que logra que las voces no sean envueltas por la música sino que el poder
que proviene la orquesta sirve para hacerlas ascender, poniéndolas en primer
plano. Esto es particularmente claro en momentos como el dúo del primer
acto, de un detallismo milagroso; el concertado del tercero y en la Canción
del Sauce del cuarto. Se suman un refinamiento excepcional tanto en la
búsqueda de transparencia en algunos casos (la plegaria de Desdémona) como
de tumulto en otros (los soldados en gresca o en el ruido mental de “Dio mi
potevi scagliar tutti i mali”), sin olvidar, por supuesto, que a veces el
estallido y la furia deben prevalecer.
En esta partitura extensa y
compleja, hay que ser un maestro para resultar novedoso sin violentar el
texto de Verdi. Fischer se preocupó de hacer de esta ópera un material
sonoro que vive en una suerte de infinita reinvención, atendiendo al drama a
través de una dinámica dúctil e imaginativa. Así, en la escena de la muerte
de Otello, por ejemplo, las palabras (y esto se debe también a ese gran
actor-cantante que es Jonas Kaufmann) estaban a tal punto prendidas de la
partitura, que parecía que fueran ellas las que arrastraban el sonido
orquestal.
La directora de escena Amélie Niermeyer, en esta llegada
suya a la ópera, exhibe una fina percepción de la lucha interior y exterior
que habita en Shakespeare-Boito y por eso hace a un lado la grandilocuencia
operística para abocarse a lo fundamental: qué pasa por la cabeza de Otello
y qué problema no resuelto tiene él con su mujer. Con Desdémona como figura
central, su trabajo pone frente a los problemas del femicidio y la
misoginia, y es una síntesis de la herencia isabelina con el teatro de la
crueldad de Strindberg, el realismo de Ibsen e incluso el expresionismo de
Büchner, más algunas soluciones escénicas visuales propias del teatro
contemporáneo.
La simplicidad de la escena es solo aparente, porque
los universos opuestos —blanco y negro— y la falsa simetría son los
protagonistas de un complejo juego de espacios públicos y privados —estos
últimos no exentos de monumentalidad a pesar de estar vacíos— donde las
almas heridas del moro y Desdémona están siempre queriendo esconderse. Cada
personaje, además, está tan bien detallado y orientado que parece que en
cada línea se buscan a sí mismos, intentando darse una explicación de lo que
sienten. Los problemas, así, se van haciendo evidentes, pero a través de la
suma discreción.
En esta línea, lo que le sucede a Otello no es algo
previsto por los espectadores; él no es un hombre tonto que se deja
influenciar por Yago, sino que los celos son la vía de escape que su alma
atormentada encuentra como solución al conflicto que naturalmente existe
desde antes en la relación con su esposa. Incluso se podría dudar de que él
no supiera que el asunto del pañuelo es una intriga, o afirmar que es
Desdémona la que precipita su propia caída al jugar con fuego (su matrimonio
con el moro) y al lanzar a la chimenea el pañuelo exigido una vez que ella
lo encuentra, algo que no está descrito ni por Shakespeare ni por Boito.
Lo que se expone, final y fatalmente, es que la injusticia social (la
del moro por su procedencia y la Desdémona por su género) conducen a la
desorientación y a la tragedia.
Ya en Londres, cuando cantó por
primera vez el rol (2017), Jonas Kaufmann mostró que su Otello no tendría
nada de obvio ni de común. En esa ocasión, el héroe no era tal sino más bien
un personaje dubitativo hasta la debilidad e incómodo en el ejercicio del
mando. La famosa “gloria de Otello” era un triunfo externo que no tenía
correlato con el ser profundo del moro.
En esta oportunidad, nos
encontramos un paso más allá. Su Otello se ha hundido todavía más en la
angustia y es un hombre devastado, demacrado, un tipo que se auto maltrata
mentalmente, que intenta remontar el estado depresivo en que se encuentra,
pero que no logra hacerlo, que se hunde paso a paso en la oscuridad abismal
que lo lleva al asesinato de su mujer, golpeado quizás por algún menoscabo
social o de origen. El resultado es estremecedor: una mezcla entre Otello,
Woyzeck y Peter Grimes. Jonas Kaufmann, ovacionado al término, usa todos sus
recursos vocales, desde el fortissimo al susurro, para evidenciar los
matices que ese viaje destructivo necesita, componiendo un personaje de
alucinante vulnerabilidad, que avanza, sin poder dar pie atrás, en su
obstinación asesina.
La Desdémona de Anja Harteros, en esa misma
línea, está atrapada desde el inicio, cuando se la ve convertida en la
protagonista de la tormenta con que parte la ópera, escuchando el peligro de
la guerra y la gloria militar de su marido. Ella no será prisionera sólo de
la intriga de Iago sino del drama que vive su hombre, del que forma parte.
Una tragedia de la que no logra escapar —quizás por amor— y a la que se
impulsa ella misma, tal vez convencida de que debe ser la víctima. A eso se
agrega el maravilloso arte de cantar de Harteros, con esa sensibilidad
elegante y sobria con que viste todo lo que interpreta. Es sorprendente,
además, el magnetismo escénico de esta gran artista, que compone una
Desdémona de antología. El silencio de la sala para su “Salce, salce” fue un
anticipo de su réquiem.
Enfermo Ludovic Tézier, Iago fue el barítono
Claudio Sgura, de voz amplia y oscura, y de solvente presencia física. No es
un artista exactamente sutil, pero sí efectivo. En el excelente reparto
también hay que destacar el trabajo del tenor Evan LeRoy Johnson (Cassio) y
del bajo Tark Nuzmi (Lodovico), ambos cantantes jóvenes que pueden
desarrollar una interesante carrera.
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