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Codalario, 6 de julio de 2018 |
Por Raúl Chamorro Mena |
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Wagner: Parsifal, Bayerische Staatsoper, ab 28. Juni 2018 |
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CRÍTICA: KIRILL PETRENKO DIRIGE 'PARSIFAL' DE WAGNER EN EL FESTIVAL DE MÚNICH
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El Festival de Munich, especie de estuche de joyas que ejerce como epílogo
de la temporada de la Opera Estatal de Baviera, -una de las casas de ópera
indudablemente punteras de la actualidad-, ofrecía este año como plato
fuerte una nueva producción de Parsifal, la eternamente enigmática última
obra de Richard Wagner, con un reparto, en principio y sobre el papel, de
nombres de campanillas, así como la dirección musical de Kirill Petrenko,
que ha alcanzado altísimas cotas como director titular de la compañía. El
músico ruso, al asumir ya plenamente la égida de la Orquesta Filarmónica de
Berlín, deberá abandonar en breve esa titularidad y, además serán,
desgraciadamente, cada vez menos las veces que podamos verle como director
de foso operístico. De todos modos, la Opera Estatal de Baviera se ha
garantizado la continuidad de la excelencia artística al contar como
sustituto con otra de las más destacadas batutas de la actualidad, el
también ruso Vladimir Jurowski.
No decepcionó al que suscribe la
dirección de Petrenko, pero también es verdad, que acostumbrado a la
excelencia con él en el podio, esperaba aún más. Fue realmente admirable la
paleta de colores que el maestro ruso obtuvo de la magnífica orquesta (que a
sus órdenes alcanza el máximo nivel). Un Wagner refinadísimo de tímbricas,
nada pesante, de límpidas texturas e impactante transparencia, pero sin caer
nunca en la blandura, ni en amaneramientos. Nada más alejada su labor del
preciosismo sin drama, nada que ver con una orfebrería sonora sin sustrato
y, asimismo, concurriendo, cuando corresponde el vigor orquestal requerido,
lo que algunos confunden a veces con ruido y borrosidad. Tampoco estamos
ante esa densidad, épica y grandiosidad constante, sin contrastes, de una
tradición (gloriosa) tenida por ortodoxa y fetén por el Wagnerismo más
militante, si no ante una labor que entronca más con las direcciones de
Parsifal de un Clemens Krauss o un Rafael Kubelik. El de Petrenko, aunque
con tempi más bien ágiles (el primer acto le duró 98 minutos) tampoco es el
concepto del Parsifal que presenció el que suscribe el mes de abril con la
Filarmónica de Berlín y Simon Rattle al frente. Con pasajes vertiginosos,
muy ligero, buscando relacionar la orquestación de Wagner con el futuro, con
la música del siglo XX. Eso sí, dentro de su concepto, la ejecución de la
Filarmónica de Berlín fue de un embriagador y excepcional virtuosismo, fuera
del alcance de, prácticamente, ninguna orquesta en el mundo.
Bien es
verdad, que el primer acto del Parsifal de Petrenko tardó en “arrancar”,
resultando un tanto caído de tensión hasta la música de la transformación y
la aparición del coro que ofreció una sobresaliente prestación. Bellísima
fue la escena de las muchachas-flor e irreprochable la progresión dramática
de todo el acto segundo, el "más operístico" de la obra. El preludio del
acto tercero y los encantamientos del viernes santo fueron excelentes,
aunque el que firma echó en falta un punto de trascendencia en una obra que
es fundamental y especial en ese aspecto. Tampoco el montaje ayudaba nada en
ese ámbito.
El reparto, a pesar de contener cantantes de gran
renombre y merecer, a priori, el calificativo de reparto “de estrellas” no
alcanzó ese nivel, ni mucho menos. En primer lugar y en la línea de su
Chénier Liceístico, el tenor alemán Jonas Kaufmann volvió a sonar mermado de
volumen, timbre, color y brillo. Un bache vocal que presenta desde su parón
de varios meses por indisposición y que, incluso, a pesar de la tesitura
poco exigente de Parsifal, hubo momentos en que pareció no poder con la
misma, además de que su timbre no denota la juventud e inocencia del
personaje. Cierto es, que en este caso estaba en su salsa, ópera alemana, y,
además de su fondo musical de siempre, ofreció algunos pasajes de buen
fraseo, como por ejemplo en “Amfortas! Die Wunde”! Die Wunde!” gran momento
de la función en plena comunión con la batuta de Petrenko, siempre buen
acompañante y colaborador con las voces, y al que contribuyó incluso y de
forma coyuntural, la producción. La iluminación, la orquesta y el tenor
supieron poner de relieve, que es justo ese el momento en que Parsifal,
seducido por Kundry -esclavizada por Klingsor-, en el castillo encantado de
este, se da plena cuenta del sufrimiento de Amfortas, comprende y toma plena
conciencia de su inmenso dolor y tortura por haber caído ante la seducción,
ante la tentación, sintiendo una profunda compasión por él. En el tercer
acto Kaufmann emitió dos sonidos blanquecinos, dos raquíticos falsetes, en
la escena de los encantamientos del viernes Santo que no ayudaron,
precisamente, a subir el tono de su interpretación.
Nina Stemme
compuso una notable Kundry en la línea de la que ofreció en el Parsifal
berlinés antes aludido. Sus años de carrera y, especialmente, la asunsión de
papeles como Elektra, Brunilda y Turandot han producido erosión en su voz,
traducida en cierta aridez y merma en su centro y apareciendo oscilación en
algún agudo. De todos modos, su entrega y compromiso dramático fue total, el
timbre sigue teniendo atractivo, su musicalidad y dotes como vocalista
permanecen inalterables como demostró en un “Ich sah das kind”
impecablemente delineado y además, valentísima, abordó todos los si
naturales agudos optativos de su parte. René Pape, un bajo que nunca destacó
por su rotuntidad, también acusa desgaste con un sonido cada vez más difícil
de asociar a dicha cuerda, además de un registro grave de manifiesta
debilidad y unos viajes al agudo en dificultad creciente. Mantiene la
belleza del timbre y la musicalidad, pero a su Gurnemanz, el relator del
Grial, tanto por fraseo como por las debilidades tímbricas apuntadas, le
faltó grandeza a pesar del carisma del cantante. Christian Gerhaher, de
material modesto por caudal, esmalte y brillo, con un zona centro-grave
árida donde las haya, pareció abonarse al “Amfortas liederístico”, pero más
bien en la línea de un Mathias Goerne por la pobreza del material vocal y
los modos afectados. En esas coordenadas resulta claramente preferible un
Gerald Finley, que no dispone de una voz especialmente dotada, pero sí
superior a la de los dos cantantes citados y que compone un Amfortas mucho
mejor por el sentido del fraseo, variado e incisivo, y los acentos
lacerantes, como demostró en el Parsifal de la Philarmonie de Berlin en el
mes de Abril tantas veces referido en esta reseña. Wolfgang Koch, habitual
de la Opera de Munich, retrató un Klingsor genuino, muy auténtico en lo
interpretativo (vengativo, despiadado e implacable) merced a unos acentos
vibrantes. Su sonido es timbrado y de cierta robustez, pero más bien mate y
limitado en la zona alta. Balint Szabó como TIturel resultó de difícil
escucha en su interno, que pasó sin pena ni gloria.
Esta nueva
producción de Parsifal a cargo de Pierre Audi careció de verdadero interés,
aunque tampoco resultó molesta más allá de la gravedad que supone intentar
despojar a la obra de toda su carga mística y trascendente. El primer acto
nos muestra un intemporal bosque oscuro, desolado y yermo, en el que reina
la grisura, no crece la hierba y sólo puede apreciarse un esqueleto de
filiación paleolítica, troncos y árboles esquilmados, lo que parece
simbolizar las consecuencias del pecado de Amfortas, guardián del Grial y de
la lanza sagrada, quien cayó seducido en el jardín de Klingsor y ha recibido
con la referida lanza una herida que no curará jamás. Su sufrimiento e
incapacidad para celebrar y descubrir el Grial durará hasta que sea redimido
por el “Sapiente por compasión, el puro loco”. Esos árboles caen al final
del acto en el que no vemos Grial alguno, más bien una especie de
desagradable víscera sangrante. Si uno ha contemplado la pintura del Jardín
de Klingsor en el fascinante Castillo de Neuschwanstein se le hace difícil
asumir que ese telón pintado a rotulador propio de función escolar,
agrietado por el medio, que constituyó la escenografía del acto segundo,
pueda representar ese atrayente lugar de tentación. No digamos ya las
muchachas-flor con una “flácida desnudez vestida” (al igual que los
caballeros del Grial en el momento de la ceremonia del acto primero) basada
en unos cánones de supuesta belleza incapaces de seducir a nadie de
cualquier época y región de la tierra, con lo que se rompe buena parte de la
magia de la sublime escena, a pesar de la maravilla que surgía del foso. Al
menos, el mencionado decorado posibilitó que los artistas cantaran en la
parte delantera del escenario. En fin, la lanza sagrada parecía un estoque
de cruceta, es decir, un descabello y en el acto tercero (el mismo bosque
que en el primer acto, pero con los árboles y troncos boca abajo, lo que
parece denotar que la situación está cada vez más alterada con el guardian
del Grial presa del eterno sufrimiento y consternación y sin poder oficiar),
no vemos Grial alguno en el descubrimiento del mismo con Parsifal
sustituyendo a Amfortas como celebrante. En cuanto a dirección de actores y
caracterización de personajes, el montaje resultó cuasinulo. Un buen éxito,
pero no exagerado, con ovaciones especialmente centradas en Petrenko y
Stemme. Kaufmann fue, claramente, el que recibió aplausos más tibios. |
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