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EL MERCURIO |
Por Juan Antonio Muñoz H. |
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Konzert "Dolce Vita", 13. Juli 2018, Berlin, Waldbühne |
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Jonas Kaufmann bajo las estrellas… y bajo la lluvia
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La experiencia de Waldbühne y el “Concierto bajo las estrellas” de Jonas
Kaufmann comenzó en el S-Bahn que conducía hasta la estación Pichelsberg, la
más cercana a la puerta principal. El espectáculo partía a las 20:00 horas,
pero ya a las seis de la tarde estábamos a bordo. El tren, repleto. No cabía
un alma más. Gente de todas las edades, aunque la mayoría sobre 50 años. Al
llegar, todo el mundo descendió: no cabía duda alguna, todos íbamos donde
mismo.
La estación conduce a los senderos de una suerte de bosque
que lleva hasta la Waldbühne, espacio añorado que a poco andar se convirtió
en un anhelo ensombrecido por la desesperanza: pues si en la berlinesa
Alexander Platz el sol estaba radiante, en Pichelsberg las nubes no eran
solo una amenaza.
Eran unos 700 metros de caminata. Nada imposible,
salvo que…La multitud iba tranquila e ilusionada por los senderos cuando un
trueno rompió la calma y se vino encima el peor aguacero de nuestra estancia
en Alemania. Parecía una lluvia tropical, venezolana, imposible de eludir.
Una cortina de agua incesante que dejó a todos empapados. El único
impertérrito, pero no por eso menos mojado, era un señor que con un
estoicismo rayano en la locura seguía sentado tocando la balalaika, mientras
el gentío avanzaba dando saltos por encima de las pozas o se refugiaba bajo
las ramas de las piceas.
De pronto, todo pareció calmarse y a
algunos nos volvió el alma al cuerpo, pero fue solo una visión fugaz, pues
el cielo volvió a crujir y otra vez cayeron sobre nosotros todas las aguas
del mundo. Las carreras hacia la entrada se aceleraron; por suerte, los
encargados de seguridad del lugar y quienes revisaban los tickets de ingreso
estaban bien organizados, de manera que el acceso fue bastante expedito (lo
expedito que podía ser, claro está: eran cerca de 20 mil personas).
Adentro, todo intentaba ser mejor, porque cada uno de los que teníamos una
entrada queríamos que el concierto ocurriera. Ver y escuchar a Jonas
Kaufmann en Waldbühne era el sueño de todos, de modo que, a pesar de la ropa
pegada al cuerpo, todo parecía olvidarse y seguíamos adelante. Los que
sabían, compraban los famosos Regen Poncho alemanes para cubrirse; otros
buscaban un café caliente, un glühwein o una buena wurst para recuperar
fuerzas. Pero los caminos del gran anfiteatro no eran fáciles; había barro
por doquier y las escalas para llegar a los puestos eran verdaderos ríos.
Aún así, la aventura seguía adelante; era tanta el agua que ya nada
importaba: estábamos ahí y si había que sufrir, pues a sufrir.
Los asientos fueron otro punto, porque obviamente estaban mojados. A nuestro
lado, una pareja de recién casados, que seguro quería escuchar “Parla più
piano” bajo las estrellas, no pudo resistir; él, todo un caballero, partió
por secarla a ella con un pañuelo. Ella temblaba, así que él se sacó su
chaqueta y la puso primero en su espalda y luego en sus rodillas. No hubo
caso. Al primer estornudo, se fueron. Lo mismo dos viejitos a los que les
costó un mundo acceder a su asiento, pero que una vez ahí se dieron cuenta
de que si seguían en lugar no pasarían agosto. El concierto no daba luces de
partir. Los minutos pasaban y nada. Hubo nuevas amenazas de lluvia y se
escuchaban truenos a distancia. Entonces el público comenzó a aplaudir. El
personal de escenario subió a descubrir las sillas de los músicos, tapadas
con grandes plásticos donde se alojaban cientos de litros de agua, que
cayeron como en cascada.
Finalmente se dio el vamos. Y de una manera
muy rara: apareció el director Jochen Rieder para arremeter sobre la oscura
obertura de “Las vísperas sicilianas” (Verdi), que, aunque prevista en
programa, sonó inesperada en una situación como esa, que habría exigido algo
más arrebatador. El arrebato vino luego, con la salida a escena de Jonas
Kaufmann, que inició su actuación con “Cielo e mar”, de “La Gioconda”
(Ponchielli), un aria exigentísima por su desarrollo y que obliga, al
término, a un pianissimo que debe crecer al forte. Estuvo perfecto. Fue el
inicio de una noche italiana que partió húmeda, pero que terminó por ser
calurosa. El público estuvo complacido con su Enzo Grimaldo, pero el
repertorio aún no era de conocimiento masivo.
Empezó a prender la
llama una suerte de monográfico destinado a “Cavalleria Rusticana”, donde
vino a brillar la mezzosoprano georgiana Anita Raschvelishvili, Santuzza de
grandes dimensiones, en todo sentido. Y junto a ella, el tenor dorado, que
se desviviría como Turiddu (el aria del adiós a la Mamma), en el gran dúo
con Anita y en las canciones italianas de su exitoso álbum “Dolce vita”.
La voz de Kaufmann estaba en plenitud, y él cantó con la entrega de
siempre, conquistando con su carisma y con su encanto todavía juvenil. Anita
Rachvelishvili, presentada merecidamente con fuegos artificiales por el
propio Kaufmann, lució escote y un material denso y amplísimo que explayó en
Mascagni y en “Caruso” (Lucio Dalla). Pasó indemne la prueba, con buscados
ecos de la legendaria Mina en su canto; más tarde, Jonas homenajearía a
Modugno en un “Volare” distendido y gozoso.
No todo siguió fácil,
porque las nubes y los truenos lejanos amenazaron otra vez, de manera que el
tenor salió a escena diciendo que no habría pausa para avanzar con la música
lo más posible, antes de que viniera la lluvia otra vez.
Los
presagios fueron infundados y si bien proliferaron los estornudos en el
auditorio y unos cuantos prefirieron retirarse, el concierto siguió adelante
y no volvió a llover.
Estuvo espléndida la Rundfunk-Sinfonieorchester
Berlin en el “Intermezzo” de “Cavalleria”, y Kaufmann, con la voz cada vez
más a punto, cantó una espléndida “Mattinata” (Leoncavallo) y el recurrido
“Torna a Surriento” (De Curtis). Como la noche había comenzado a caer, las
luces —azules, violáceas, doradas— daban al entorno un carácter de sueño
que, implicado con el atractivo de las voces, con la intensa entrega de los
cantantes y la impresionante belleza del lugar, pareció transportar a otro
mundo al público, que llegó al delirio con la entrañable y referencial
versión de Kaufmann para “Parla più piano” (Rota) y con su esperado e
inevitable “Nessun dorma” (Puccini).
El regreso a Berlín fue otra
fiesta, con los carros del S-Bahn ultra repletos. Pero ahora la ansiedad
había sido satisfecha y todos allí pensaban que habían vivido una noche
inolvidable. Realmente, lo fue.
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