Mundo Clasico, 26 de agosto de 2015
Agustín Blanco Bazán
 
Beethoven: Fidelio, Salzburger Festspiele, 19. August 2015
 
Pedantería escénica y sublime paleta orquestal
 

Para Claus Guth, la cárcel de Fidelio es un salón desprovisto de decorados, según él una metáfora visual del concepto de “salón del subconsciente” (Salon des Umbewussten) freudiano. En este salón los personajes se enfrentan con sus ansias de libertad y sus temores y represiones. Todos ellos tienen su cárcel interna y sus afanes de libertad. Dentro del salón el regisseur pone un elemento abstracto: un cubo negro que sube, baja y gira sobre sí mismo. ¿Tal vez una imagen de la represión que contrasta con las paredes claras del salón y el blanco de esos prisioneros vestidos de blanco que durante su famoso coro se mueven como fantasmas? En el cuadro final, el cubo ha sido reemplazado por una gigantesca lucerna con caireles de vidrio que reflejan una luz multicolor en las paredes. Esta vez nuestro regisseur psicoanalista decide que el coro permanezca invisible, presumiblemente ubicado detrás de las
paredes. Pero cada vez que se lo oye, un Florestán semialienado parece enloquecer hasta el punto del espasmo. Como ocurre en la realidad con muchos prisioneros, la luz y la libertad súbita son insoportables mortales para la psique. Y en este caso también para el cuerpo: sobre el final, Florestán se acerca tambaleante para besar la mano de Don Fernando antes de caer muerto. La lucerna se apaga abruptamente para ser reemplazada por una luz rojiza. El efecto plástico visual de esta nueva producción es maravilloso en su juego de luces y sombras.

Dramáticamente hablando se trata de un ejercicio de pretenciosa pedantería. A pesar de las elaboradas instrucciones para el movimiento de personas (que incluye un alter ego danzante para Pizarro y otro para Leonore que le discute a esta con señas de alfabeto para sordomudos) ninguno de los caracteres logra trascender su condición de marionetas de un director escénico dispuesto a sacrificar vitalidad dramática en aras de ideas tan rebuscadas como teatralmente ininteligibles. Esta es una de esas puestas que carecen de sentido a menos que leamos primero lo que quisieron decir sus responsables. En este salón de contornos imprecisos, con los diálogos totalmente suprimidos y sin una narrativa coherente, todo es artificial y aparatoso. Ni los prisioneros de blanco esbirros de Pizarro (de negro) logran ubicarse con coherencia en este defectuosamente desarrollado teorema de psicologías individuales desconectadas entre ellas. Y aquí hubo un error descomunal, a saber el mostrar conflictos individuales intensos sin corresponderlos con similar intensidad de interacción entre personajes. Cada uno de ellos se deshizo en esfuerzos de exagerada y banal pantomima para tratar de transmitir su propia neurosis, sin construir una trama dramática general capaz de relacionarlos con la narrativa insinuada por el texto o la música. Con lo cual las mismas neurosis perdieron sentido teatral.

La antítesis vital de esta producción escénica vacua fue una Filarmónica de Viena que bajo la dirección de Franz Welsel-Most logró el mejor aplauso de la noche con su Obertura Leonore III. Bien merecido, por la virtuosa espontaneidad del dialogo de los instrumentos de viento y la diferenciación de contrapuntos entre los diferentes grupos de cuerdas. Similarmente virtuoso fue el desarrollo de sforzandi y crescendi. Durante toda la función no hubo un instrumento que dejara de oírse con redondez e intensidad a lo largo de tiempos mas bien rápidos pero lo suficientemente aireados como para permitir una exposición cromática de contornos precisos. El coro de los prisioneros fue una especie de andantino, casi una cantinela, tan etérea como el aire fresco que los anima a cantar sus esperanzas. Y en un momento de virtuosismo casi milagroso, los cornos que acompañan el aria de Leonore acomodaron su típico vibrato vienés a una ágil liviandad y premura rítmica. Sobre el final, el excelente, y en esta producción invisible, coro de la Ópera de Viena se unió en un presto vertiginoso pero virtuosamente marcado en cada sílaba y proyectado a la sala con una intensidad arrebatadora.

Cantada por un Jonas Kaufmann invisible y apoyado contra el cubo negro el "Gott!" inicial de Florestan salió como de la nada hasta invadir la sala, verdaderamente un virtuosísimo crescendo del pianissimo al forte. El resto fue menos virtuoso porque la voz de Kaufmann, siempre de atractiva densidad y calidez, parece estar perdiendo fuerza de proyección. En este papel donde la declamación es tan importante como la línea de canto, Kaufmann pareció mostrar una tendencia a cantar para adentro con las consiguientes deficiencias de proyección que ello trae implicado.

La Leonore de Adrianne Pieczonka fue expresiva y luminosa en el registro alto pero en algunos momentos sus dificultades para controlar el paso del registro medio al agudo fueron demasiado evidentes. El descubrimiento vocal de la noche fue para mí el timbre radiante, y el soberano fraseo y canto legato de la Marzelline cantada por Olga Bezmertna. Incisivo en articulación pero algo abierto en emisión fue el Pizarro de Tomasz Konieczny.

Hans-Peter König redondeó un Rocco vocalmente cálido y cómodo en su dicción. Escénicamente fue el personaje mas castigado por Guth. Al no exagerar ninguna neurosis en particular el pobre Rocco vagó por la escena sin que el regisseur se preocupara demasiado por perfilar sus contradictorios claroscuros de carcelero buen padre y bondadoso pero excesivamente dispuesto a venderse al oro y … a aceptar sin demasiada resistencia los mandatos de una autoridad tiránica y asesina.





 






 
 
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