¡Noche de ópera en Santa Cecilia!, hoy algo excepcional en el repertorio
vivo de la más importante orquesta sinfónica italiana, pero que conlleva una
evocación difícil de evitar para quienes nos hemos criado con las famosas
grabaciones que hiciera en los años cincuenta, incluida aquella Aida con
Tebaldi, Stignani y Del Mónaco dirigida por Erede. Luego de asumir como
director titular de la orquesta en 2007, Antonio Pappano integró a la Santa
Cecilia (orquesta y coro) a una serie de grabaciones para EMI, hoy Warner,
entre las cuales se ha tenido la buena idea de incluir lo obvio: opera
italiana. Luego de Madama Butterfly y Guglielmo Tell, volvió a tocarle el
turno a Aida, esta vez en el magnífico auditorio Santa Cecilia en el Parque
de la Música. Durante mi visita a una de las sesiones de grabación me
encontré con una orquesta renovada, joven en promedio de edad en relación de
compañerismo con un director que nunca ordena sino más bien pide y explica a
sus “ragazzi”(así los llama) lo que quiere, y trabaja concienzudamente el
fraseo y la emisión con los cantantes.
La decisión de abrir la sala a
una versión de concierto días después de terminada las sesiones de grabación
dio una oportunidad única de apreciar la riqueza sinfónico vocal de la obra
sin la pesada carga escénica de pirámides, esfinges, soldados, sacerdotes,
esclavos y con mala suerte, hasta caballos y camellos.
Ninguna ópera
es más engañosa y frustrante que Aida como experimento teatral. Ello porque
la música supera tan de lejos las instrucciones escénicas que la mayoría de
los regisseurs fracasan en soluciones convincentes. Inevitablemente, pocas
son las puestas contemporáneas que el público quiere volver a ver y con ello
Aida parece transformarse en una ópera cada vez mas relegada a un bastión de
trastos arqueológicos más afín con el Museo del Cairo que un escenario de
ópera. Repito: “de ópera”, porque si de hacerla show se trata, la partitura
es todavía utilizable con relativo y fugaz éxito como acompañamiento de
comparsas en espectáculos en estadios o palacios deportivos.
Que Aida
no es un show sino una ópera genial fue demostrado por Pappano y sus ragazzi
ya a través del cantábile de las cuerdas que abrió el primer preludio. Las
de Santa Cecilia son cuerdas de sonido menos precioso pero más incisivo y
cálido que el de algunas famosas filarmónicas al norte de los Alpes que a
veces tocan este inicio como si fuera el de Lohengrin. En este caso los
violines avanzaron con fluidez y sin efectismos, con una respuesta
similarmente al punto de los chelos y contrabajos: Aida vs. los sacerdotes,
o amor versus poder, dos especies de leitmotiv, algo novedoso en Verdi y
demostrativo de su progreso indagatorio y cuestionador, aún en medio de su
ya consagrada madurez. La textura del conflicto entre los dos motivos salió
con claridad pristina hasta la resolución con la vuelta al tema de Aida en
un tutti de controlada y urgente expresividad. Y así siguió toda lectura de
Pappano, siempre con un sentido de urgencia pero lo suficientemente aireada
como para permitir la exposición de detalles orquestales que en el caso de
los vientos nunca recuerdo haber oído con mayor nitidez. Esta fue la noche
de las flautas, los oboes, los clarinetes, los trombones y las trompas. Las
flautas parecían entonar un aire pastoral en el preludio al acto tercero. Y
a propósito de las trompas, ¿serían de la banda musical de la Policía del
Estado las que acompañaron desde lo alto y muy por encima del coro la marcha
triunfal con una exquisita y aireada exposición melódica? Parecía como si el
sonido bajara del cielo, tan en contraste con esos golpes instrumentales
secos y estridentes que acompañan el paso de ganso de esos soldados con
minifalda que en escena nunca saben donde ir (o pasan de un costado a otro,
o tienen que doblar para no caerse al foso). Ya sobre el último final los
violines extendieron el “si schiude il ciel” con una expresión casi de voz
humana, antes de arrumarse al susurro de Amneris y el coro. El coro merece
un comentario aparte por su incomparable proyección itálica, siempre abierta
y contundente y siempre en tensión con la orquesta, porque sí, este es el
ingrediente necesario para dar a Verdi lo que es de Verdi: el coro y la
orquesta deben ser dos fuerzas opuestas pero bien balanceadas en su
potencial antítesis de canto y sinfonismo. Pero dejemos de lado la
“italianita” para examinar como se las arregló un elenco de cantantes
venidos de más lejos.
Como en Italia las unanimidades son
prácticamente imposibles, es casi un milagro que el público se haya rendido
sin mayores aprehensiones al director, el coro y la orquesta. Con los
cantantes ocurrió algo diferente. Hoy es casi imposible criticar a Jonas
Kaufmann, salvo en el caso de un señor sentado adelante mío que manifestó su
frustración de haber pagado ciento cincuenta euros por un “falsettone”
¿Tenía razón? Hasta cierto punto sí, porque el Radamés de Kauffman apianó
hasta el límite con el falsetto el final de 'Celeste Aida'. Tanto disminuyó
dinámicamente el último 'Vicino al sol' que hasta llegué a pensar que se
estaba preparando para incluir, como el en caso de las grabaciones de
Beecham y Toscanini, ese 'vicino al sol' en diminuendo, tan inusual, aún
cuando escrito en la partitura. Pero no. Kaufmann no lo cantó y con ello el
aria pareció perder la fuerza requerida para una función en vivo. Aparte de
este y otros trucos, igualmente más dignos de una voz de cámara que de un
tenor operístico, Kaufmann cantó muy bien, con esa firmeza de apoyo, fraseo
y calidez que lo caracterizan. A partir de 'Sovra una terra estrania' se
integró con convicción a su intercambio con Amonasro y Aida. Y su ultimo
acto fue espléndido, especialmente en su intercambio con Amneris. También en
el duo final fue dramáticamente convincente, aunque su tendencia a mezza
voce supongo producirá mejores resultados en la grabación que en vivo.
Sin reparos en cambio va mi apreciación a la excelente Aida de su
compatriota Anja Harteros, en particular por su generosidad en lo que
Kaufmann prefirió ahorrar, esto es un canto totalmente entregado al
conflicto entre amor y lealtad que finalmente aniquila a su personaje. En 'O
patria mia!' la voz de Harteros flotó impecablemente a lo largo de su
registro, para culminar en un agudo no filado sino lleno, con un fiato digno
de Rosa Ponselle. Pero ¿por qué una parte del público mugió, literalmente
con sonido de vaca, cuando Harteros apareció para recoger los saludos
finales? Pues porque tuvo uno de esos accidentes imperdonables para los
operómanos capaces de comportarse como los peores hinchas de futbol: fue tal
vez un descuido de respiración la que le impidió cubrir firmemente el
pasaggio en el larguísimo ascendente de la repetición en 'O Patria mia'
antes de los “mai piu” finales. De cualquier manera, prefiero rendirme a la
entrega de Harteros que a la calculada expresividad de Kaufmann.
La
Amneris de Ekaterina Semenchuk comenzó algo insegura pero para el momento de
'L´aborrita rivale' su articulación, color y sentido dramático le
permitieron conquistar a este público tan diverso en aprobación y rechazo.
La presentación de Amonasro, el más manipulador y cruel de los padres
verdianos después de Rigoletto, requiere más mordente de los que supo darle
Ludovic Tézier en frases como “se l’amor della patria è delitto, Siam rei
tutti, siam pronti morir!” Pero su línea de canto, amplitud de registro y
calidez de timbre se unieron a Harteros para una versión ejemplar del
incomparable duo de amor y odio que padre e hija protagonizan a partir de
“Rivedrai le foreste imbalsamate…”
Erwin Schrott cantó un Ramfis de
seguro legato y enfática declamación. Particularmente efectiva me pareció su
solidez tímbrica y su incisivo fraseo. En una palabra, Schrott triunfó con
un rol decisivo, el de representante de un poder político ya anunciado en el
preludio como el contrapeso dramático indispensable de una buena Aida. El
reparto estelar fue apoyado por excelentes comprimarios, en particular la
sacerdotisa de Donika Mataj y el mensajero de Paolo Fanale.
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