El Mercurio, 21 DE JUNIO DE 2014
JUAN ANTONIO MUÑOZ H., DESDE LONDRES
 
Puccini: Manon Lescaut, Royal Opera House London, June 17, 2014
 
Londres: Manon ahora se exhibe en la vitrina de un “barrio rojo” y muere en la carretera
 
La nueva producción de la Royal Opera House explora sin tapujos el mundo de la prostitución y traslada al siglo XXI la trama de la obra de Puccini.
 

La popular “Manon Lescaut”, de Giacomo Puccini, es una ópera sobre un amor desesperado que nace bajo las aciagas estrellas de la lujuria y el dinero. Manon, aunque ama, no puede sino ceder a la tentación del lujo, y él, sabiendo cómo es ella, no se resigna a abandonarla. La historia habla de comercio de mujeres, de machismo y de energía sexual juvenil, pero como todo ocurre a mediados del siglo XVIII, tiempo de refajos y pelucas, nada de todo eso ha sido nunca muy explícito.

No es el caso de la producción que el Covent Garden de Londres estrenó el martes 17 de junio, y que dividió en dos al público: unos aplaudían a rabiar la propuesta del régisseur Jonathan Kent y los diseños de Paul Brown, mientras otros abucheaban con obvia molestia.

La escena de la ópera cambió radicalmente en estos últimos años y, gústele a quién le guste, hay que aprender a convivir con ello. Esta “Manon Lescaut”, inolvidable en lo musical y en lo vocal, se recordará también por su radical coherencia dramática y por haber llevado los conceptos de Kent y de su gente a los extremos, sin cuidar en absoluto el qué dirán ni atender los gustos de los aficionados más tradicionales. No hubo escrúpulos ni concesiones. El teatro mismo defiende con valentía su apuesta, lo que se demuestra en que el programa de mano incluye un crudo artículo titulado “Sex for sale”, firmado por Julia O’Connell Davidson, profesora de sociología de la Universidad de Nottingham, experta en tráfico sexual y de niños, y autora de libros como “Prostitución, poder y libertad” (1998) y “Métodos, sexo y locura” (1994)

Trasladada la acción al siglo XXI, días en que el pudor es una pieza de museo, el primer acto sucede junto a un motel parejero en el camino, vinculado a un casino donde se transa sexo en efectivo. Manon (Kristine Opolais) llega ahí en una van, conducida por su hermano (Christopher Maltman), que pretende venderla al rico y viejo Geronte de Revoir (Maurizio Muraro). La rescata el joven e impetuoso Renato des Grieux (Jonas Kaufmann), enamorado a primera vista, quien se la lleva a París. Pero ella, después de un tiempo en brazos de su amante pobre, añora la vida cómoda.

El segundo acto de esta puesta nos traslada a una suerte de vitrina de un “barrio rojo”, donde Manon sirve los placeres de un patrón que la exhibe a sus amigos y que organiza sesiones de música y danza para recuperar (o recordar) la vitalidad genital perdida. Así, el músico, rol compuesto para ser cantado por una mezzosoprano (Nadezhda Karyazina), tiene con la protagonista una escena filolésbica, mientras que el maestro de danza (Robert Burt) repasa con ella la rutina erótica que alimenta las esperanzas de Geronte.

Pero Des Grieux la quiere a pesar de eso y vuelve a buscarla. Tras las recriminaciones, ella consigue seducirlo otra vez; el dúo de amor es cantado entre las piernas de Manon. Los descubren en pleno y ella es tomada prisionera. El tercer acto es en el puerto desde donde será deportada junto a otras prostitutas, que están encerradas en una suerte de contenedor frente a una pasarela que las conduce a un gran afiche publicitario que anuncia “Intimacy” junto a un rostro femenino dispuesto junto a una orquídea roja que se abre. La televisión sigue de cerca el camino de estas mujeres, libradas al asedio de un público que comenta sobre ellas y las insulta; una suerte de crítica a la farándula, a su prensa y a la audiencia que la alimenta. El cuarto acto es en el desierto de Louisiana, donde Manon muere de sed en una carretera elevada semidestruida: los amantes terminan sus días en una ruta que los lleva a ninguna parte.

Puede que todo esto a algunos cause estupor o ira, pero lo cierto es que, pesar de un primer acto algo frío y de un segundo acto al borde del “too much”, está todo bien hecho y funciona como un mecanismo de relojería. ¿Escabroso? Sí, porque el tema lo es. Pero también es desolador, decadente y trágico, y eso queda siempre claro. Además, el aparato escénico de la Royal Opera House es tan fenomenal, que deslumbra y fascina. En especial durante el tercer acto, con la enorme parrilla de luces interviniendo el espacio para dar cuenta del puerto y también de la atención morbosa de la gente y de esos medios de comunicación que lucran con la desgracia ajena.

Es muy difícil encontrar en el mundo una pareja de cantantes que pueda hacer esto. Primero, porque la régie exige cuerpos jóvenes, entrenados y bellos, y luego porque a las dificultades de la partitura se suma un constante atrevimiento escénico, en especial para la soprano. Aquí el recato no existe.

Kristine Opolais y Jonas Kaufmann fueron ovacionados. Ella, con mini toda la ópera, luciendo largas y estilizadas piernas y hombros sensuales, e insinuando el pronunciado busto, al que el libreto le dedica más de una frase. Él, con ceñida camisa de lino y pantalones slim fit.

Opolais es una soprano buenamoza, alta y rubia, convincente actriz y que canta con cierto refinamiento. Domina su personaje a través de una voz poderosa y dúctil, y no tiene dificultad en ninguna parte del registro. Sin embargo, le falta desarrollar esa vibración interna que tienen las grandes intérpretes de Puccini. La personalidad vocal aún está atrapada y pendiente, pero
hay que poner atención a su camino, pues su nombre ya está en los mejores teatros.

Yél, Jonas Kaufmann, desde el inicio conquistó a la sala con su canto pasional, a ratos enajenado. Como si se olvidara de sí mismo, el tenor conmovió hasta las lágrimas en la desesperada súplica con que ablanda al capitán del barco y en el dúo final, “Fra le tue braccia”. La voz es una columna densa, viril y oscura desde el grave al extremo agudo, mientras que su canto es un flexible diseño de matices y medias tintas que se traduce siempre en emoción.

Al frente de la magnífica Orquesta de la Royal Opera House, Antonio Pappano demostró por qué es uno de los mejores directores de la actualidad. Esta rica partitura lució en todos sus detalles, con esas hermosas melodías que flotan entre las voces y el sonido orquestal. La variedad de la textura instrumental fue de la mano con el interés del maestro por dar cuenta de la armonía cromática y de los recurrentes motivos que vinculan a este título pucciniano con Wagner.



 






 
 
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