Cualquier espectador espera del Festival de Salzburgo el mejor espectáculo
del mundo. Sobre el papel se promete y sobre el escenario se pretende. Este
año, las posibilidades eran varias y entre todas destacaba «Don Carlo»,
repleto de grandes nombres y esperanzadores encuentros.
Seis
representaciones y la transmisión en cines, medici.tv, ORF 2, Unitel
Classica y canal Arte para Centroeuropa acabaron por agotar la petición de
entradas con un buen número de aficionados en la puerta de la Grosses
Festspielhaus apurando una última posibilidad para la función de cierre.
Pero la pantalla es una emoción dirigida y la realidad una inquietud sin
trampa. Matti Salminen lo sabe. Imponente su figura del rey Felipe II,
soberbia su hierática actuación, llena de veteranos recovecos para una voz
de comedida grandeza.
Con todo es soberbio su circunloquio en el
estudio real y el encuentro con el muy robusto inquisidor Eric Halfvarson.
Como grande es el dúo con Rodrigo en el jardín, donde Thomas Hampson, que
nada tiene que envidiar en apostura al rey, logró máximos que no fue capaz
de recuperar en su implacable «Io morrò, ma lieto in core». Al final, el
cantante fue muy aplaudido. En Salzburgo tiene pedigrí.
Agudos
implacables
Lo fue también Ekaterina Semenchuk porque demostró ser un
lugar de referencia en el reparto, sin merma en la «Canción del velo» y «O
don fatale». Y también entre los principales Anja Harteros y Jonas Kaufmann,
Elisabetta y Don Carlo. La primera no siempre certera en la afinación, los
agudos implacables, la voz penetrante, el timbre sin especial atractivo; el
segundo de presencia más comedida, torpe como actor, con gusto en la línea y
una mayor tendencia a hacer gutural la emisión.
Las medias voces que
ambos obtuvieron en el dúo de cierre ante la tumba del gran Carlos V
hicieron olvidar anteriores desigualdades.
Sobre todo porque les mimó
Antonio Pappano, sin duda el gran intérprete de este «Don Carlo», capaz de
hacer grande la obra y recogerla en sutiles efectos, de cuidar las voces y
sacar lo mejor de la Wiener Philharmoniker. Él hizo corta la versión en
cinco actos, aun siendo musicalmente excesiva, estructuralmente irregular y
teatralmente aprovechable según demuestra el veterano Peter Stein, ideólogo
para una producción de mínimos, esquemática, ausente de sicologismos y de
eficaz consecuencia cinematográfica.
En el teatro la sola visión del
acto de Fontainebleau, abierto a los cinemascópicos 30 metros de boca de
escenario de Salzburgo, ha sido toda una experiencia.
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