Faltan unos minutos para que la gala con la que Peralada clausura su 26.ª
edición comience. Jonas Kaufmann los dedica a practicar un poco de yoga. No
comprende cómo en su época de estudiante nadie le habló de lo importante que
es para tener la voz a punto desperezar antes el cuerpo con una respiración
profunda. "Es magnífico para el alma; lo considero imprescindible aunque hay
muchos cantantes que no lo hacen", comenta.
La suya será esta noche
una gala de embrujo, de las de cerrar los ojos y dejarse llevar. O
mantenerlos bien abiertos. Porque el tenor alemán se encuentra a sus 43 años
entre las figuras más atractivas de la escena lírica, dicho esto en el más
amplio de los sentidos. Es un hombre que no lo ha tenido fácil. El suyo es
un boom que llega tras años de carrera y tras haber estado al borde de dar
al traste con su voz. Fue en Brooklyn, en Nueva York, donde se le apareció
la virgen en forma de educador vocal para advertirle que su forma de
trabajar le estaba llevando al desastre. Ahora podríamos estar frente a otro
Villazón, pero sin ni siquiera haber rozado el cielo, y sin embargo, tras
modificar la técnica y diseñar la progresiva incorporación de nuevos
repertorios, hete aquí a un solvente Kaufmann.
Hoy es el gran tenor
alemán, junto con Klaus Florian Vogt, que se ha especializado en Wagner y al
que, de hecho, veremos en el desembarco de Bayreuth en el Liceu. Kaufmann en
cambio juega la carta de su versatilidad, lo que le convierte en una figura
más mediática y capaz de erizar el vello de la nuca de todo un auditorio
nada más empezar una gala. Este es el caso de esta noche en Peralada. Todo
empieza con la Obertura instrumental de La forza del destino. Y el público
cae, se dobla, se debate entre abrirse al pinchazo de la belleza o tomárselo
con desenfado, como quien se toma un aperitivo. Pero inmediatamente Kaufmann
pone en marcha su savoir faire y llegan Cielo de mar de La Gioconda
(Ponchelli) y suena el Intermezzo de Manon Lescaut (Puccini), aunque no
importa a qué títulos pertenecen las piezas. Al público les suenan y con eso
basta para conectar con la emoción.
Jonas Kaufmann es el menos
afectado de los tenores, su aplomada elegancia -quizás sea por sus horas de
yoga- no es una impostura; sencillamente trata de meterse en cada papel y
brindarlo sin demasiada purpurina.
La Orquestra de Cadaqués, aquí
dirigida por un colega del tenor, Jochen Rieden, avanza con buen tino a su
lado. Y llega el momento de detenerse en Carmen de Bizet, la ópera que
Kaufmann interpreta este verano en Salzburg con Simon Rattle. El tenor
nacido en Munich dice no verse como un perfecto Don José, no al menos un Don
José navajero, pero todo su cuerpo, incluido su lenguaje gestual y su barba
de tres días, esbozan al mito ibérico. ¡Ay!
Para cuando suena el
Intermezzo de Cavalleria Rusticana de Mascagni y el tenor canta Mamma, quel
vino è generoso, ya es tarde para echar el freno. Hay que salir a respirar.
Nos espera una segunda parte con Rossini (también instrumental) y Giordano,
y un minifestival Wagner, con tres momentos de Lohengrin y uno de Die
Walküre. Como un mago, Kaufmann consigue imponer cierta densidad. El nudo
gordiano se resuelve en los generosos bises. Canta E lucevan le stelle de
Tosca -oh, dios mío- y se hace inevitable recordar a Plácido. Y va a acabar
con Non ti scordar di me de Ernesto Decurtis. El aplaudímetro se dispara.
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