Eran las nueve de la mañana del viernes 7 en Milán y el Teatro alla Scala ya
estaba siendo revisado palmo a palmo por la policía y los bomberos. Fuera
del coliseo, barricadas rodeaban la plaza hasta la entrada de la galería
Vittorio Emanuele, donde se instaló la gran pantalla digital de la RAI, que
transmitió en directo la apertura de la temporada de ópera a 22 puntos de la
ciudad, incluida la piscina Cozzi y la cárcel. Por cierto, los estudiantes y
los sindicatos de artistas estaban ahí también desde temprano, haciendo
ruido, gritando contra el primer ministro Mario Monti y contra la propia
Scala: “Si piden sacrificios y austeridad mientras ellos gozan, arruinaremos
la fiesta”, se leía en un volante del centro social Cantiere. “Gritaremos
toda nuestra rabia contra Monti y este gobierno de falsos técnicos que no
son sino el último disfraz del capitalismo”, decía otro.
Pero quienes
protestaban no tuvieron en cuenta la nieve, que a las 4 de la tarde del
viernes comenzó a caer sobre Milán, congelando los gritos callejeros y
apagando sus antorchas, aunque no la pasión que ardía al interior del
teatro.
El brillante desfile de celebridades comenzó temprano
por la puerta principal, pero por el ingreso de artistas todo era muy
diferente: el tenor Jonas Kaufmann y el bajo René Pape hacían su entrada con
gorro de lana y con parka, mientras que el maestro Daniel Barenboim,
aprovechaba de bromear: “Los problemas rítmicos del coro han traído la
nieve”, dijo.
El centro de la ciudad fue cerrado cerca de
mediodía y sólo quienes tuvieran una entrada en la mano o un pase especial
podían trasponer las barreras. El palco central de la sala estaba repleto de
flores (mil rosas blancas, 2.500 claveles, 200 hortensias y 400 calas) para
recibir a Monti y a su mujer, Elsa (igual que la protagonista de la ópera),
vestida esa noche por Curiel. Con ellos, invitados internacionales y los
ministros Corrado Passera, Lorenzo Ornaghi, Annamaria Cancellieri, Giulio
Terzi y Mario Giarda. Los artistas también fueron muchos; entre ellos, el
bailarín Roberto Bolle, enfundado por Dolce & Gabanna; la legendaria prima
ballerina Carla Fracci (1936); la veterana y adorada actriz Valentina
Cortese (1923); el escritor Claudio Magris, y Eva Wagner, nieta del
compositor y cabeza del festival de Bayreuth.
Tal como en la
película “Senso”, de Visconti, algunos exaltados lanzaron volantes al
interior del teatro tras la caída del telón, pero no sirvió de nada pues lo
único que quería la audiencia era aplaudir y zapatear. Aunque hubo reclamos
aislados por la régie de Claus Guth, que presenta un “Lohengrin” inesperado
totalmente, el difícil y veleidoso público de la Scala se rindió ante Jonas
Kaufmann, ovacionado largamente, y ante Barenboim, quien tras terminar la
función dirigió una versión antológica del himno de Italia, entonado por
todo el elenco y el coro.
CRÍTICA:
Silencio religioso
para un héroe descalzo
Ya no hay vuelta atrás con esto de
interpretar y reinterpretar las óperas. El punto es que hay que hacerlo
bien, con fundamentos intelectuales, y saber poner esa idea en escena. En
este caso, puede haber dudas respecto de la opción, pero el trabajo está
bien hecho.
Hay tener calma para analizar este “Lohengrin”, pues el
director escénico Claus Guth cuestiona profundamente los hechos descritos y,
por lo tanto, la historia parece otra. Nos ubica no en un mundo de leyenda
medieval sino entre los años 1845 y 1848, cuando la ópera fue compuesta.
Christian Schmidt, quien firma escenografía y vestuario, diseña un edificio
de tres plantas de atmósfera claustrofóbica, en cuyo patio central se
encuentra la naturaleza (representada por el árbol y luego por el agua) y el
arte (un piano). “Eran años convulsionados”, apunta Guth, “el capitalismo
industrial de hoy nació entonces, Europa vivía en revueltas, Marx y Engels
escribieron el ‘Manifiesto comunista’ y Wagner mismo estaba en Dresden al
lado del anarquista Bakunin”.
En estos tiempos de cambios extremos,
con una guerra a las puertas, todo se organiza racionalmente y el mundo
registra y cataloga todo, pero la colectividad necesita de algo más que de
razón y sólo alguien que venga de afuera, un alma virgen, puede satisfacer
esa aspiración. Lohengrin es esa persona, pero nadie contaba con la propia
historia de este héroe, que ha sido enviado muchas veces a salvar a alguien
y que ahora debe repetir la proeza. El punto es que Lohengrin de una parte
se enamora y, por otra, él mismo no ha sido capaz de encontrar su propia
identidad. Los demás ven cosas en él, pero ¿qué ve él de sí mismo…? Se trata
de un héroe frágil en extremo, que está siempre descalzo, que no sabe ni lo
que piensa ni lo que siente. Un ser irresoluto que al enamorarse pierde en
cierto sentido su divinidad.
Claus Guth, quien estructura un
abigarrado psicodrama, indaga en la mente y los sueños de Elsa, la mujer
salvada y amada, y siembra la duda sobre ella. ¿Es culpable, acaso? Ha
tenido una infancia difícil; su padre murió dejándola con un hermano menor,
Gottfried; su tutor (Telramund) se ha convertido en su novio… Encima, el
hermano desaparece cuando ella debió haberlo estado cuidando y el futuro
esposo la abandona para casarse con Ortrud, una mujer de vida oscura.
El planteamiento de Guth es denso, y no ahorra detalles para exponerlo.
Se puede ver a los niños Elsa y Gottfried siguiendo el féretro de su padre;
luego a Elsa tomando clases de piano que le dicta la propia Ortrud vestida
como Cósima Liszt; el cisne no existe físicamente, aunque la llegada de
Lohengrin permite pensar que él mismo es el cisne que llega a Brabante en
estado embrionario; la aparición final de Gottfried, quien viene a reponer
la paz, lo presenta no como un niño sino como un joven príncipe que no le
tiende la mano a su hermana, quien cae muerta a sus pies. El gran dúo del
segundo acto entre Ortrud y Telramund presenta a la mujer vestida a lo
George Sand, y la comunicación entre ambos es a través del sexo y las
tinieblas, lo que contrasta con el último acto entre Elsa y Lohengrin,
reunidos solos por primera vez en medio de la naturaleza y junto al agua.
En lo visual, el momento de mayor impacto es el del matrimonio, con
los caballeros invitados de smoking, extendiendo ellos mismos una gran
alfombra roja sobre la cual se enfrentarán “el cisne blanco” (Elsa) y el
“cisne negro” (Ortrud), en metáfora de cómo es la propia burguesía la que
conducirá al comunismo.
Sólo un actor como Jonas Kaufmann
podría representar esto. Tal como Pársifal en el primer acto de la ópera, su
personaje es de una fragilidad inefable, y vive en la duda y el temblor
constante, imponiéndose a los demás cuando es necesario pero siempre en
contra de sí mismo. El tenor reproduce sutilmente, tanto al llegar como al
partir, los movimientos de ala de un cisne naciente o moribundo, canta casi
toda la ópera descalzo y en el último acto debe mojarse pues la acción
ocurre en un pequeño muelle rodeado de juncos. Su Lohengrin sabe que algo ha
traicionado de sí al enamorarse de Elsa y también se siente culpable; se
lava las manos, como si hubiera asumido parte de la culpa de su amada. El
enfoque de Kaufmann es de entrañable dulzura, inocencia y belleza, a través
de un canto que alterna la delicadeza y la potencia, la luz y la oscuridad,
a la vez que respeta escrupulosamente la línea y extrae nuevos sentidos de
cada palabra. Sus narraciones finales fueron seguidas por la sala en un
silencio religioso.
El elenco completo fue de lujo.
Barenboim se introduce en el preludio como quien comienza a adormecerse y
poco a poco cae en el sueño profundo donde vivirá la historia. Una llegada a
Wagner hecha de transparencias, envolvente, con una vibración luminosa que
por momentos estuvo al borde del milagro auditivo, y siempre con la
necesaria tensión.
Llamada para sustituir a Anja Harteros y Anne
Petersen, ambas con influenza repentina, Annette Dasch fue Elsa. Notable
actriz, si bien su voz haendeliana no es para este rol, es impresionante que
haya podido entrar con tanta rapidez y seguridad en una puesta en escena así
de compleja. Ortrud fue la atractiva e intensa Evelyn Herlitzius, que
detenta un material enorme y brillante, especial para el papel. Su compañero
Telramund fue Tómas Tómasson, barítono con cierto talento dramático aunque
con la voz fija, monocroma y clara para el rol. Gran lujo, el bajo René
Pape, un distante y algo indolente pero imperial rey Heinrich del Vogler, y
ya en el colmo del dispendio, nada menos que el barítono Zeljko Lucic en el
breve papel del Heraldo.
DESTAQUE
Mercado negro
Los precios de las entradas para la apertura eran altísimos, pero el mercado
negro puso las cosas al rojo vivo. Por ejemplo, una butaca de 2400 euros
(cerca de un millón y medio de pesos) se podía obtener a 3.700 euros. Si la
función para los jóvenes costaba sólo 10 euros (menos de siele mil pesos) en
cualquier localidad, los traficantes las vendían a 200 euros.
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