El Mercurio, 20 DE NOVIEMBRE DE 2010
JUAN ANTONIO MUÑOZ H.
 
Ciléa: Adriana Lecouvreur, ROH, London, 18/11/2010 
CON ANGELA GHEORGHIU Y JONAS KAUFMANN EN LOS PROTAGÓNICOS:
Londres hace un gran homenaje al teatro en “Adriana Lecouvreur”
La puesta en escena de David McVicar y la dirección musical del maestro Mark Elder hicieron revivir el fervor del arte lírico en el Covent Garden.
 
Hoy, que la escena lírica parece congelada, absurda en su desvarío por el feísmo y la brutalidad, invadida por el desprecio por la tradición, Covent Garden apuesta por volver a las raíces, pero con espíritu moderno. Esta “Adriana Lecouvreur”
(Cilea, 1902), estrenada el jueves en la Royal Opera House, es un golpe al mentón a quienes no creen en la verdad escénica.

El régisseur escocés David McVicar se dio cuenta de que esta obra es teatro dentro del teatro, y recreó los escenarios europeos de los siglos XVII y XVIII, de madera, con poleas e “infinitos”, que son telones de fondo. En esa enorme estructura móvil, Adriana interviene en la obra de Racine que interpreta en el primer acto; luego se convierte en el salón donde la Princesa de Bouillon espera a su amante; es escenario para un irónico ballet sobre el “Juicio de Paris” y allí Adriana recita “Fedra”, e invoca a Melpómene para morir en brazos de Maurizio.

En una obra “imposible” como ésta, pues el libreto de Alfredo Colautti tiene un sinfín de defectos, McVicar rescata el metateatro, haciendo que cada personaje se sienta en acción y representación a la vez. Además, llamó a su actores a vivir con intensidad las pasiones en disputa, a tocarse y besarse profusamente, y a exprimir de las frases musicales toda efusión amorosa imaginable.

“Adriana Lecouvreur” no se presentaba en este teatro desde 1906 y todas las funciones están sold out porque el Covent Garden cuenta con un elenco estelar, y la ópera de Cilea es paradigma de qué quiere el público lírico: escuchar grandes voces y explorar en los sentimientos a través de la belleza y no del kitsch.

“Adriana” no se puede hacer sin un cast extraordinario. La voz lírica y dulce de la soprano rumana Angela Gheorghiu va bien con el carácter de la legendaria actriz, aunque tiene poco que ver con las de Renata Tebaldi y Magda Olivero, grandes intérpretes del rol. Gheorghiu sabe decir y se entrega a su parte con intensidad; su italiano no es perfecto y en los graves y en el centro el esmalte tiende a desaparecer, pero canta muy bien, sus frases son seguras y es un agrado que resuelva todo sin efectos “a la verista”. Su Adriana no es convencional ni melodramática; de pronto es coqueta y tierna, también se amurra y es una niña en brazos de Michonnet, y cuando ve a Maurizio emerge de ella un volcán difícil de contener. Su gran momento fue “Poveri fiori”, más que el monólogo de “Fedra”, que resultó algo opaco, vitalizado —sin embargo— hacia el final cuando se requiere abandonar el recitativo para empujar el canto al agudo.

Caruso fue el primer Maurizio de la historia. Tras él, importantes tenores asumieron el rol: Bergonzi, Corelli, Del Monaco, Carreras, Domingo. Se diría que Jonas Kaufmann pone a los demás en entredicho. Consigue emocionar con un papel ingrato: el de un amante que compara la belleza de su amada con la de su bandera, y que para pedirle matrimonio y perdón le ofrece “il glorioso mio nome”. Como Kaufmann es un actor fuera de la norma, no actúa las palabras del texto sino la música, dotándola de un alma que no existe en otras interpretaciones. A la vez, prolonga en los gestos el sentido que quiere dar a una frase, de manera que el espectador se convence de que aquello que él dice escénicamente está en la obra. Es un gran artista, como acaban de confirmar el martes un doble Diapason d’Or (por “La bella molinera”, de Schubert, para Decca, y como Artista del Año).

Aquí, Maurizio-Kaufmann es el objeto del deseo de dos señoras (Bouillon y Lecouvreur), y es notable cómo las provoca de manera diferente: es un impaciente joven apasionado con Adriana, y un hombre contrariado consigo mismo, al vérselas con la Princesa. Tras sus pianísimos, el timbre baritonal que sube inexplicablemente, el lirismo de “La dolcissima effigie” y el abatimiento con que cantó “L’anima ho stanca”, la sala se volcó en un aplauso atronador.

Poco italiana la Princesa de Bouillon de la alemana Michaela Schuster, pero maneja a la perfección los códigos visuales y técnicos que necesita ese personaje. El barítono Alessandro Corbelli cantó un entrañable Michonnet, con dominio absoluto del escenario Una producción cuidada al máximo, con un maestro orquestal como Mark Elder, y McVicar puesto otra vez en el firmamento.






 
 
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