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Mundoclasico, 08/08/2014 |
Raúl González Arévalo |
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Mucho ruido y pocas nueces
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Esta
producción de Faust se anunció a bombo y platillo con un reparto
estelar, una nueva producción del Met y la retransmisión en alta
definición. Como todas las emisiones desde el coliseo neoyorkino, ha
terminado plasmada en formato audiovisual. Sin embargo, dada la
popularidad del título, el resultado en general es decepcionante, salvo
por el protagonista.
Dejando de lado las grabaciones sólo audio,
en DVD se han comercializado dos producciones que se sitúan a la cabeza
de las opciones disponibles. La primera de ellas procede de Tokyo en
1973, cuando al protagonista antológico de Alfredo Kraus se unieron la
siempre interesante Renata Scotto, asimismo maestra del fraseo y del
acento, y la voz imponente y los recursos efectistas de Nicolai
Ghiaurov, otro clásico como Mefistófeles (VAI), muy bien dirigidos por
Paul Ethuin. Posteriormente hubo que esperar a que se publicaran las
funciones del Covent Garden, ejemplo de interpretación moderna y
renovadora desde el respeto a la tradición. En Londres se veían las
caras Roberto Alagna -en la mejor tradición de los grandes tenores
líricos franceses-, Angela Gheorghiu -Marguerite de insospechadas
introspecciones psicológicas- y Bryn Terfel, imponente a pesar de la
incomodidad en el grave, magníficamente dirigidos por Antonio Pappano.
¿Qué aporta la nueva grabación de Decca, segunda en su catálogo
desde la mítica con Sutherland-Corelli-Ghiaurov-Bonynge de 1966?
Integridad absoluta y la encarnación de Jonas Kaufmann. El germano está
inscribiendo su nombre con letras de oro en el reducido grupo de
intérpretes capaces de pasar del repertorio alemán al italiano y al
francés resultando idiomático y en estilo en todos ellos, con una
versatilidad al alcance de muy pocos. Tras un magnífico Don José y,
sobre todo, un Werther antológico, no llama la atención que quisiera
medirse con otro papel fetiche del repertorio galo. El torrente de voz
sigue siendo asombroso por volumen, compacidad, homogeneidad y dominio
técnico. El filado que interpola en el agudo al final del primer dúo con
Margarita merece por sí solo que se conozca su interpretación. El timbre
oscuro conviene particularmente al primer acto, que tantos quebraderos
causa a los tenores más líricos. En los demás los medios opulentos
recuerdan las aproximaciones de Corelli y Domingo, aunque supera de
largo a ambos en pronunciación y dominio estilístico. Con todo, con la
feroz competencia de Gedda, Kraus, Vanzo y Alagna no se repite el
deslumbramiento hipnótico logrado con Werther. Todo en él (canto,
actuación, fraseo) es muy bueno, buenísimo, pero en esta ocasión no
resulta excepcional.
A buen seguro son responsables un reparto,
una dirección y una producción poco estimulantes. Marina Poplavskaya ha
alcanzado en los países anglosajones un estatus de estrella y un
predicamento a mi juicio absolutamente injustificables. Margarita es un
papel que conviene más a sus medios líricos que otros verdianos de corte
spinto que se ha empeñado en abordar en el pasado. Sin embargo, tampoco
termina de convencer. No se trata sólo de que la voz resulte débil en el
centro y ácida en el agudo, sino de que compone un personaje monocromo y
aburrido por la falta de matices, hasta lastrar momentos estelares como
la canción del rey de Thule, el aria de las joyas, el dúo de amor o el
terceto final. Bien es cierto que el papel no da para mucho, pero al
margen de las características vocales de cada una, otras artistas más
inteligentes han sabido sacarle mucho más atractivo, sobre todo gracias
a un fraseo variado e imaginativo, de Victoria de los Ángeles a Angela
Gheorghiu, pasando por Mirella Freni y Renata Scotto.
Por el
contrario, René Pape sí tendría los medios para ser un diablo de
referencia. La voz es amplia, oscura, el grave resonante, el timbre
aterciopelado, y el canto poderoso, como demuestra en 'Le veau d’or'.
Sin embargo, en demasiadas ocasiones recuerda los modos antiguos de
Boris Christoff y Nicolai Ghiaurov, interpretaciones vocalmente
monolíticas e impresionantes, y aunque no sobreactúa como ellos, tampoco
ofrece el fraseo riquísimo, la variedad de matices y la ironía de Samuel
Ramey, José van Dam o Bryn Terfel. Con todo, a su lado palidecen el
Valentin genérico de Russell Braun (Simon Keenlyside está imbatible en
Londres) y el Siebel flojo de Michèle Loisier.
La dirección de
Yannick Nézet Séguin es más efectista que otra cosa, con momentos
particularmente ruidosos como la 'Marcha', y otros más conseguidos como
el vals del segundo acto. No sería muy grave si no hubiera caídas de
tensión imperdonables, como precisamente en el trío final, que debería
ser apoteósico, y otros de una cursilería empalagosa, como el dúo de
amor. Al menos coro y orquesta se desempeñan con el nivel acostumbrado.
Peter Gelb se ha empeñado (¡afortunadamente!) en renovar las
producciones escénicas del coliseo neoyorkino, que destilaban un
tradicionalismo inmovilista poco acorde con los tiempos. Las
retransmisiones en alta definición le ofrecen además una excusa
perfecta, sobre todo por la ambición de captar públicos muy distintos
del americano. Como es lógico, unos espectáculos resultan más
conseguidos que otros. En esta ocasión se ha trasladado la acción al
período de Entreguerras, con un Fausto inventor de la bomba atómica que,
invadido por el sentimiento de culpa, bebe una pócima que no le mata
pero le hace revivir la pesadilla que le llevó a la construcción del
arma, en la que no es otra cosa que un alter ego del espíritu demoníaco
que encarna Mefistófeles. No molesta, pero tampoco asombra.
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