|
|
|
|
|
El Mercurio, 26 de abril de 2014 |
JUAN ANTONIO MUÑOZ H. |
|
“Fausto” en versión “bombástica”... y con Kaufmann
|
|
¿Otro
“Fausto”? Sí, ¿y por qué no? Además, uno muy especial. Si ya alguna vez
“Madama Butterfly” (Puccini) terminó con la explosión de la bomba
atómica en Nagasaki, ¿por qué no “Fausto” (Gounod), con su desvarío
existencialista, moral y religioso, podría no tener lugar a mediados del
siglo XX tras la Segunda Guerra Mundial? Des McAnuff, director artístico
del Festival Shakespeare de Stratford (Canadá), lo hizo posible en 2010
en Londres, en una producción de la English National Opera que en 2011
se pudo ver en el Met neoyorquino. En su puesta, Fausto es un físico
nuclear de edad avanzada, parte de un laboratorio donde se desarrolla
la bomba atómica. Minado por el remordimiento, sueña con su pasado
juvenil y recuerda momentos de la Primera Guerra Mundial en Francia.
Mefistófeles es su mentor cínico y sofisticado, y también un agitador de
masas que enloquece a la gente con sus discursos. Las escenas de
multitudes tienen efectos especiales que son un lujo de imaginación
—algunos incluso vieron a Voldemort, el malvado de “Harry Potter”— y
también hay proyecciones de flores cayendo desde el cielo, pero el mayor
desafío a la tolerancia de los líricos conservadores está en el
tratamiento de los elementos sobrenaturales: en la redención de
Margarita, los ángeles son ayudantes de laboratorio vestidos con batas
blancas y libretas de notas en sus manos que suben por escalas
infinitas. Margarita, por su parte, en la escena de la prisión, estará
rapada y vestida con uniforme de asilo. Más allá de la controversia que
esto pueda suscitar, este “Fausto” es muy interesante. Y no puede ser de
otro modo porque el coliseo de Nueva York se esmera cada vez que monta
este título. ¿Por qué? Simplemente porque es la ópera más representada
en la historia del teatro desde su inauguración en 1883; de hecho, el
desaparecido edificio del antiguo Met se inauguró con “Fausto”.
En lo musical, las cosas van muy bien. En manos del director canadiense
Yannick Nézet-Séguin, la partitura de Gounod llega con una fuerza
metafísica impresionante; el maestro obtiene un sonido oscuro y denso de
la habitualmente brillante orquesta del Met, y sus tempi para el terceto
final llegan a quitar la respiración. Jonas Kaufmann es un artista que
parece no tener fronteras. Pobre Margarita, tener que enfrentar a este
Fausto imposible de rechazar, que se arroja sobre su inocencia cantando
como un héroe, dulce incluso en su lascivia, amante que convierte su
deseo en acto místico (“Salut! demeure chaste et pure”). El Fausto de
Kaufmann es, además, un compañero de Mefistófeles, al que interpela y
provoca. Hay que poner atención a la intención diferenciada de los
cuatro “rien” (nada) de su escena de entrada, a la ternura de “Quel
trouble inconnu me pénètre” y en el fuego de sus “Laisse-moi...”,
capaces de derretir un iceberg. El bajo René Pape es una figura enorme y
su Mefistófeles —construido sobre un cálculo quirúrgico— tiene una
convicción pocas veces vista; un despliegue vocal e histriónico de
proporciones. Margarita es la notable Marina Poplavskaya, entregada a su
parte, dulce e ingenua primero, devastada al final (Decca, 2014).
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|