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El Mercurio |
POR JUAN ANTONIO MUÑOZ H. |
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La extraordinaria “Aida” de Pappano: ¡ Radamés, Radamés,
Radamés ! |
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Hay
que remontarse a 2001 —la interesante grabación de Nicolaus Harnoncourt con
la soprano chilena Cristina Gallardo-Domâs como protagonista (Teldec)—para
encontrar la última grabación completa en estudio de “Aida” (Verdi).
Finalmente, aquí hay otra (sello Warner) que ha sido recibida por la crítica
internacional como “histórica”, con un cartel integrado por grandes artistas
de la actualidad.
Al frente del coro y de la orquesta de l’Accademia
Nazionale Santa Cecilia, que dirige desde 2005, Antonio Pappano crea un
espacio sonoro sin fronteras donde las voces pueden vivir en la intimidad y
también en medio de la masa (pocas óperas tienen tantos “aparte” como esta),
acogiendo así la mixtura tan difícil de equilibrar que propone la partitura.
Su dirección cautiva por los encuentros colorísticos, los esfumados, la
vibración interna y la inquietud constante de la atmósfera. Si la escena en
el Templo de Vulcano —logradísima— reúne todo esto en los planos
contrastantes del heroísmo y las plegarias, los preludios de los actos I y
III hacen penetrar en un ambiente musical irisado que conduce por caminos
ondulantes hacia la sensualidad, el misticismo y las pasiones humanas que
aquí entran en juego ora frenético ora subterráneo. El edificio que
construye Pappano es de una arquitectura pletórica en detalles que de pronto
convergen en un hall de sonido amplificado.
Pappano, además, sostiene
el teatro de voces implícito, corazón de esta fuerza artística que es la
ópera. Anja Harteros no es la soprano spinto que se tiene en mente para
Aida, debido a un centro algo estrecho, pero su princesa etíope está
perfectamente diseñada. El cuidado de su canto se une a la versatilidad de
sus acentos, a través de los que logra plasmar la confusión del personaje,
su angustia, su altivez. Ella traza una Aida temerosa, contradictoria amante
que traiciona, a ratos pérfida, a ratos angélica. Rival temible en la trama
y también en la competencia vocal y escénica, Amneris es la opulenta y
rotunda mezzo Ekaterina Semenshuck, de graves que son una amenaza pública
con énfasis lascivo y que sabe cómo hacer el tránsito desde la rabia de
clase a la impotencia de quien no puede hacerse amar. El barítono Ludovic
Tézier es un cantante fino incapaz de atentar contra la música, de modo que
su Amonasro no vocifera jamás; su ferocidad nunca es histriónica. Tiene
éxito incluso al transferir ambigüedad a este padre amante que, ante todo,
es un rey intransigente e inflexible. El bajo Erwin Schrott no es Nicolai
Ghiaurov ni Matti Salminen, pero cumple con autoridad como Ramfis (cantó en
Chile este papel en 1997). Atención con la Sacerdotessa de Eleonora Buratto,
cuyo repertorio actual incluye Adina (L’Elisir d’Amore) y Micaela
(“Carmen”), pero que tal vez algún día pueda cantar el rol titular de esta
ópera (¿una verdadera spinto en ciernes?).
En el plano vocal, el
mayor triunfo de esta versión es el Radamés de Jonas Kaufmann, dramático y
lírico por igual, más amante que héroe, controvertido consigo mismo. El gran
tenor alemán sabe cómo conciliar ardor y refinamiento, y —artista de
envergadura superior— logra teñir el optimismo de su personaje de
preocupantes y oscuros presagios. Su “Celeste Aida” es antológico por el
abandono impalpable de su canto y por el Si bemol soñado por Verdi, en mezza
voce y morendo, convenientemente evitado por la mayor parte de los tenores.
Toda su interpretación —más allá de la profundidad de sus graves y de la
insolencia de su agudo— es una trama de detalles e inflexiones, como el
diminuendo introducido en “il ciel de’ nostri amori come scordar potrem?”, o
esa dulce media voz con la que viaja sobre “O terra addio” junto a Harteros.
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